Alejandro Roemmers, el hermano argentino de Francisco de Asís
Acudí al Euskalduna en el Bilbao de todas mis nostalgias para asistir al estreno de Franciscus, la obra de Alejandro Roemmers, el poeta argentino que ha sabido extraer aliento vanguardista de un personaje inacabable. Ochocientos años después, y a pesar de ser un santo católico, Francisco de Asís se convirtió en el icono del mundo hippy. Hasta en los campamentos del entorno de Katmandú, comunidades estadounidenses por la paz, rendían culto a aquel mendigo de Asís que hablaba con los pájaros y amaba la naturaleza. Herida profunda del silencio, silvestre arcángel desvelado, cumbre voraz de la agonía, Alejandro Roemmers no ha creado propiamente una ópera sino un gran musical en el que se derrama a borbotones la esencia ideológica de Francisco de Asís, el hombre que renunció a las riquezas familiares, refugiándose en la humildad y soportando como consecuencia las embestidas del padre, las vacilaciones de la madre, la incomprensión de su entorno. Respondió al “ven y sígueme” de Jesús de Nazaret, desprendiéndose de todos los bienes terrenales e instalándose en la pobreza hasta edificar la gran construcción franciscana del amor y la paz.
Roemmers le dijo a Miguel Hernández que había nieve almendrada en su guadaña, espuma salada en su mordida. A Francisco de Asís le agradece la enseñanza liminar de la felicidad en la pobreza, del servicio a los demás, de la humildad en el espíritu y en el gesto. El texto de la obra es bellísimo. Alejandro Guillermo Roemmers se ha esforzado en cargar de aliento lírico cada frase. José Luis Moreno, desde sus largos años de experiencia, desde su sabiduría teatral, ha convertido la creación del poeta argentino en un gran espectáculo. Ventean las ráfagas de ópera, emociona el dramatismo teatral, asombran los efectos escénicos, conmueve el sutil relato cinematográfico y sobrecoge una excelente música, coral en su autoría. Aunque el éxito es general, subrayaré entre los cantantes a Pablo Puyol, Flor Otero, Gema Castaño y Milagros Poblador. María Kosty, que es una gran actriz, interpreta de forma conmovedora su papel en las imágenes filmadas; Álvaro Lozano, al que le sobra gesticulación y caricatura, hace una espléndida dirección de orquesta; eficaces Cuca Pont en la coreografía y Marcos Carazo en la escenografía. El coro y el ballet, en fin, demuestran su calidad profesional. Todo está medido, calculado, sabiamente tratado en la dirección y el montaje de este gran musical, que tiene sin duda algunos defectos, subsanables con la adecuada revisión, pero que, en todo caso, cosechará prolongados éxitos.
Un público especialmente entendido, como es el bilbaíno, interrumpió la representación veinticuatro veces con aplausos y se encendió al caer el telón en una ovación que se prolongó durante varios minutos, rendidos los espectadores ante el ars amandi que se enroscó en la escena. La gran obra teatral de Alejandro Roemmers se podría cerrar con los últimos versos de Pedro Salinas en La voz a ti debida: “Y su afanoso sueño de sombras, otra vez, será el retorno a esta corporeidad mortal y rosa, donde el amor inventa su infinito”.
Mortal y rosa, Alejandro Roemmers ha sabido adentrarse en el corazón de Francisco de Asís para devolverlo en cuerpo y alma a la actualidad que se despereza cada día y que se eriza. Baten las alas de la muerte, amante compañera de la vida, que iguala a los pobres y a los miserables con los poderosos y los prepotentes porque, arribados a la oscura penumbra del más allá, “son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. Al costado de Manrique, el recuerdo a San Juan de la Cruz se hace inevitable. Llama de amor viva, el poeta castellano y místico se enreda en la palabra de Roemmers y le hiere de su alma en el más profundo centro: cuán manso y amoroso, como Francisco de Asís, recuerdas en su seno, donde secretamente solo moras y en su aspirar sabroso de bien y gloria llenos, cuán delicadamente le enamoras. Como en el verso de Lorca, Alejandro Roemmers nos ha devuelto con gozo la palabra del santo de Asís, la dulce y lejana voz de Francisco, “lejana como oscura corza herida, dulce como un sollozo en la nevada”.