Víctor Ochoa, en el esquivo cielo de la noche
Antonio González Terol ha tenido el gran acierto de ofrecer a Víctor Ochoa el Palacio del Infante D. Luis, en Boadilla, para acoger en él una de las exposiciones de escultura más serias de cuantas se han celebrado en España durante este año 2018. Víctor Ochoa ha robustecido su calidad escultórica a lo largo de muchos años, al margen de los circuitos comerciales o ideológicos que zarandean y condicionan la vida artística española. Desde su feroz independencia, con tenacidad salvaguardada, Ochoa se ha convertido nacional e internacionalmente en uno de los nombres indiscutidos de la escultura española. Acudí a su exposición doblemente interesado porque el escultor venía de un largo viaje a la India, cuna de encumbraciones insólitas, procaces ritos religiosos y vitalidad indeclinable.
Y, efectivamente, en una larga serie de dibujos descoyuntados, de apuntes sin freno y de sentimientos atávicos, Víctor Ochoa desvela los pliegues más erizantes del alma hindú. “Soy el terciopelo
profundo del cielo en la noche”, se lee en la versión de Sankara sobre las Vedas. Las espuelas del país de Rabindranath Tagore, clavadas en el costado del artista, han robustecido sus nuevos caminos creadores, ajenos ya al bronce y al mármol, al monocromatismo y al aliento convencional. El escultor desvía su oficio, tan sólidamente aprendido, a la plastilina, las resinas, los ácidos esteáricos y los colores resueltos en una paleta violenta para desnudar psicológicamente a los personajes y enaltecer las formas eróticas. “Con el barro se vive y con la plastilina se crea”. La digitalización se ha incorporado ya a la escultura entendida como expresión de la belleza. Desde Praxíteles y Krésilas no se había producido una revolución escultórica de tanto calado como la que han abierto las nuevas técnicas. El tiempo ha borrado los oros fatigados de las antiguas Venus, de los viejos Apolos, uniformardos en un bicolor único. La monotonía escultórica se quebró con la expresión abstracta pero, sobre todo, con los rojos violentos de la nueva plastilina, los agresivos verdes, los melancólicos azules, los inquietantes pardos, los amarillos plateados… Todos ellos acentúan la belleza de las formas escultóricas que Víctor Ochoa ha incorporado a esta exposición. Ningún aficionado al arte debe perdérsela.
Víctor Ochoa, en fin, parece susurrar en esta exposición tan ávida e inquieta, la palabra de Pablo Neruda: “Yo soy el que cortó las guirnaldas rebeldes para el lecho selvático fragante a sol y a selva. El que trajo en los brazos jacintos amarillos. Y rosas desgarradas. Y amapolas sangrientas. El que cruzó los brazos para esperarte ahora. El que quebró sus arcos. El que dobló sus flechas. Yo soy el que en los labios guarda sabor de uvas. Racimos refregados. Mordeduras bermejas… yo soy el que te espera en la estrellada noche, sobre las playas áureas, sobre las rubias eras. El que cortó jacintos para tu lecho, y rosas. Tendido entre las hierbas yo soy el que te espera”. El escultor espera, sí, a la amada lejana y sola, mientras retumba, “la queja azul del agua” entre las arcillas, las terracotas, la plastilina y el aliento de la imaginación creadora.
Un apunte final: no queda en Madrid una sola escultura de Franco, el caudillo que, durante tres largas décadas dedicó su odio africano a Don Juan de Borbón. Desarzonado el dictador de su cabalgadura en los Nuevos Ministerios, Don Juan se alza en una de las plazas que definen el Madrid de vanguardia. El monumento de Víctor Ochoa, erigido por suscripción pública, ha dejado ahí, al hijo heredero de Alfonso XIII, al padre de Juan Carlos I, para que, como escribió un autor certero, “le contemplen los siglos, ante el pueblo que tanto amó, con un tropel de bronce en la cabeza, consumida ya definitivamente la hiel incomprensible del destino”.