Solo le hice una indicación a Blanca Berasátegui cuando le propuse la dirección de El Cultural: reconocer el mérito allí donde se produjera, al margen de ideologías, partidismos, simpatías o antipatías. La aventura empezó en ABC, se trasladó después a La Razón y finalmente a El Mundo. Desde hace veinte años, El Cultural se distribuye con el diario que dirige ahora, y con pulso firme, Francisco Rosell.
Sin chovinismos ni presunciones, Blanca Berasátegui ha sido una de las primeras periodistas en dirigir un medio de importancia y alcance nacional. Y lo ha hecho al aire libre, con la más completa independencia, sin excluir a nadie, sin sectarismos ni cicaterías. La larga caravana de las espaldas serviciales, de las literaturas casposas, de los cursis con peana, ha enganchado a algunos competidores. No a El Cultural, que se ha convertido en la revista de referencia de la vida intelectual española. Y no solo por señalar el mérito allí donde se encuentra, sino, además, por un trabajo periodístico que ha ofrecido a los lectores exclusivas espléndidas, debates de fondo, atención semanal a los acontecimientos en torno a la poesía, la novela, el ensayo, la filosofía, el teatro, la ópera, el cine, la ciencia, la música, el arte, el video, la arquitectura, las manifestaciones todas de la gran cultura.
España que, unida a Iberoamérica, pugna por el liderazgo de la cultura universal, se encuentra en el grupo de cabeza de la expresión intelectual. Rodeada de un soberbio equipo de redactores, colaboradores y críticos, Blanca Berasátegui, que escribe palabras indóciles, ha sabido mantener semana tras semana, mes tras mes, año tras año, con la humildad del arado unido a la mancera, el pulso de la actualidad cultural. Nuestra revista, además de las letras, la música y las artes plásticas, ha integrado desde el primer momento la ciencia, que forma parte sustancial de la cultura de nuestra época, cuando el viento de las vanguardias se retuerce, en expresión de Valle-Inclán, ululante y soturno.
Veinte años ya. Veinte años, soleados de sabidurías, durante los cuales se ha consolidado un éxito sin precedentes, que contemplamos hoy con satisfacción porque pocos periodismos tan exigentes como el cultural. La revista, además de la función primera que es la información, ha sabido ejercer la otra función esencial de nuestra profesión, la del contrapoder, es decir, elogiar al poder cultural cuando se lo ha merecido, criticar al poder cultural cuando ha cometido errores, denunciar al poder cultural cuando ha abusado. De estas páginas surgió, por ejemplo, la campaña para evitar que el Premio Cervantes de Literatura lo ganara cada año el protegido del presidente del Gobierno de turno.
Cuando llegamos a un acuerdo para la distribución de El Cultural acompañando a El Mundo, Pedro J. Ramírez me pidió que abriese cada número con un artículo de los que solía yo publicar, desde mis veinte años, en la tercera de ABC. He cumplido el compromiso sin fallar una sola semana, menos la última de cada año en la que se publica un editorial. Más de un millar de artículos sin cicatrizar, desovillados, en fin, a lo largo de veinte años sobre libros de poesía, sobre novelas, ensayos, filosofía; sobre teatro, ópera, conciertos; sobre artes plásticas; sobre las últimas realidades científicas y sobre la política cultural nacional e internacional.
Con esa degeneración que padece hoy el idioma, el término cultura se aplica a casi todo y se habla de la cultura del fútbol, de la cultura del botellón, de la cultura del transporte, de la cultura del pimiento morrón... En El Cultural solo tiene cabida la alta cultura, la que, desde los clásicos grecolatinos, cultiva el espíritu en sus más elevadas expresiones intelectuales. A los que nos sucedan en esta hermosa labor, les pediría, con la voz ya encanecida, que se esfuercen por adaptarse al mundo digital que llega y que no pretendan seguir anclados en un mundo que se va. En los libros sagrados hindúes, escritos en sánscrito y letra brahmi, en un Upanishad certero, se lee: “Hazme ir del no ser al ser; hazme ir de la oscuridad a la luz; hazme ir de la muerte a la inmortalidad”. La cultura profunda, escrita sobre las vides abiertas de la palabra, allí donde se esperguran los rastrojos, es, en definitiva, la verdad que nos hace libres.