El führer Adolf Hitler se instaló en el poder en 1933. Destruyó los partidos políticos, descuartizó los sindicatos y cerró la Bauhaus que significaba la libertad artística, la creación independiente, el Renacimiento del siglo XX. Se cumplirán en 2019 cien años de aquella experiencia cultural de alcance universal que nació del genio alemán.

No me gustan las comparaciones artísticas. Siempre me he esforzado por medir de la misma forma todas las manifestaciones creadoras desde el convencionalismo del arte clásico heleno hasta el grito de la negritud, porque las culturas tienen una dimensión indeclinable.

Mi dilatada vida profesional me ha llevado a recorrer un centenar largo de naciones. Tengo en la retina el Taj Mahal, obra definitiva de Ustad Ahmad Lahori, y la catedral de Reims; el asombro de Angkor Wat y la ruina intacta del Partenón; el templo de Borobudur y la basílica de San Pedro; el palacio Schönbrunn en Viena y el Burj Al Arab en Dubai; el Templo del Cielo, altar imperial del sacrificio, en Pekín, y la Ópera de Jørn Utzon en Sidney; el busto de Nefertiti de Tutmose y el David de Miguel Ángel; el Pensador de Rodin y el altivo hierro que peina los vientos de Chillida; la locura bipolar de Rothko y la capilla sixtina del abstracto de Miquel Barceló, deslumbrante fresco en el techo de la Sala de los Derechos Humanos en el Palacio de las Naciones de Ginebra, apoteosis de las campanas azules, los espinos enlunados, las frágiles estalactitas, los chorros ardientes de la pintura que gotea sobre la aleya de la luz, la carne del agua genital y las hendeduras de la ola y el terrizo; los delirios de Magritte y Dalí y el expresionismo abstracto de Miró y Pollock; el simbolismo en El beso de Klimt y los apabullantes murales de Rivera que resumen el juicio certero de las culturas precolombinas: “Estos toltecas eran ciertamente sabios. Solían dialogar con su propio corazón”.

Se puede estar de acuerdo o no con Adolf Loos cuando afirmó que la ornamentación es un crimen, devastando así siglos de arquitectura, pero nadie negará que la Bauhaus incorporó con el acero y el cristal, con la abstracción y el minimalismo, con la ingenuidad de Paul Klee y la profundidad de Wassily Kandinsky y su Punkt und Linie zu Fläche, el germen de las vanguardias que engranaron el siglo XX. El genio de Gaudí, la audacia de Picasso, La consagración de la primavera de Stravinski, el atonalismo de Alban Berg y Krenek, la proyección de la Bauhaus con Gropius, Hans Meyer o Mies van der Rohe, la fuerza de Le Corbusier y Frank Lloyd Wright, vertebran, junto a la centuria de oro de todos los géneros literarios, el Renacimiento del siglo XX. Aquel vendaval que zarandeó la entera vida intelectual de la pasada centuria lo resumió el inolvidado Juan Eduardo Cirlot con una frase certera: “El arte como el hombre se encuentra entre dos fuerzas contrarias que lo solicitan: una es la belleza de la serenidad absoluta, la otra la fascinación del abismo”.

Desde hace treinta años, veinte en El Mundo, la revista El Cultural acoge todas las experiencias de relieve, literarias, artísticas, musicales y científicas. Y se suma hoy, con estas palabras, a la celebración del centenario de la Bauhaus, el movimiento que incendió el esplendor del siglo XX. Vivimos ya una Humanidad en la que blancos, negros y amarillos tienen un destino común e irrenunciable, aunque aún quede largo camino que recorrer para erradicar el racismo y consolidar la libertad y la igualdad en el mundo. Pero estamos ya en la Edad Digital. Pasó la Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna y la Edad Contemporánea. El mundo se ha sumergido en el océano digital que lo condiciona todo. Todo, menos la médula de la creación artística. Las culturas no son excluyentes sino complementarias. Alguna vez he dicho que existen para el gozo estético de todos en Oriente y Occidente, la venus griega, la talla románica, la apsara khmer, el buda hindú, la piedra maya y la máscara bantú. El hombre puede recrearse, en fin, en la delicadeza del violín, sin renunciar por ello a la voz rítmica del tam-tam.