El rastro de ceniza que dejan los versos de Guillermo Carnero incendia su Carta florentina. Gotean los poemas por cauces escondidos. Alumbrados en un sueño mecido por la música, agua fría y amarga del recuerdo que fluye hacia la región donde nada se olvida, la marea oscura se lacera ante la iglesia quemada, frente a la torre de Belém, mientras se escuchan los sonidos de la Lisboa cálida de todas las nostalgias.

Marfil ensangrentado, pensamiento inerme entre dos ríos, el amor surca las palabras del poeta y a veces las abandona. La mujer es en Carta florentinabelleza germinal. La mano que ignora la piel acariciada jamás amparará las palabras de la pluma. Reloj de arena, cuerpo de mujer, cintura de cristal donde se adensa el tiempo, la amada se hace pétalo y esfera, madre del arco de la ojiva, allí donde la luz se enciende. Entre la guirnalda de las rocas, el poeta dispara la saeta de oro que se clava en el mirto del amor perdido.

El ritmo del latido acompaña al corazón sin sangre, alzado en un temblor no fugitivo, dardo de vara verde en tierra fértil, tallo de flor aún no pronunciado. Camina el poeta una tarde de lluvia por el Trastévere del verso triste de Rafael Alberti. Se recrea en el ámbar de los siglos, mientras la música oscurecida arde como el oro blando en los hacheros de Santa Cecilia. “No me riegues, amor, de blancos copos todavía. Guarda, mi bien, esas nevadas flores hasta que al fin me llegues a los más hondo de mi cueva umbría con tus largos y oscuros surtidores”.

Se enredan las cartas florentinas en el vergel de la memoria fértil, sin rumbo en el recuerdo plano del anciano venturoso que consume entre dos ríos el resto de sus días y se acerca al desamparo. Arden labios de miel entre los labios del poeta y se escucha el susurro de las abejas nocturnas, el polvo de las alas de la mariposa muerta. Crecen altas y anchas las espigas. Esculpe en ellas el viento su mensaje. Los hielos desmenuzan el verde humedecido de la roca gris que arrastra la pendiente.

La soledad del sexo sin amor es la droga que golpea las esperanzas muertas del poeta y la melancolía donde se corrompe la memoria, donde la voluntad se quiebra. Cubre los sentidos apagados el sudario de ceniza y se adensa la nostalgia y el olvido. En el oficio de tinieblas, la vida se va mientras a lo lejos desfilan los seres acogidos al arte de la seda. “Mis ojos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros en mi frente, ensordeciendo mi corazón. Miré por dentro los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes, y un vuelo de plumajes de color, de encendidos presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía, raudo, loco, creciente se incendiaba y mi sangre ruidosa se despeñaba en pozos de amor, de luz, de plenitud, de espuma”. Con el ojo torvo de la nereida lee el autor en Carta florentina, como en los poemas de la consumación de Vicente Aleixandre, la página futura de otro tiempo para escribir todavía, por encima del bien y del mal, los sueños acabados de la mujer lejana y sola, vacía ya del tiempo y el ingrávido cristal.

Zigzag

En el año 2011 se publicaron 4.291 libros de filosofía en España; en 2017 solamente 1.612. El desdén pepero en la Lomce se encuentra en el fondo del desastre. La filosofía es la ciencia del ser en cuanto a tal ser. Es la cumbre del pensamiento, el origen del saber desde Aristóteles hasta nuestros días. Es la ciencia suprema. Que los adolescentes españoles terminen el Bachillerato sin saber quién es Hegel o Kantconstituye una catástrofe que rebaja la calidad cultural española a las fronteras del analfabetismo en la apoteosis de los sms telefónicos. Emilio Lledó, al estudiar el origen de la corporeidad, considera la metafísica general, la ontología, como la superior llamada filosófica. Un puñado de filósofos jóvenes no encuentran en la España de hoy el respaldo de unos lectores que las autoridades educacionales están alejando de la filosofía. ¡Qué inmenso error!