El acero inoxidable de Ángel Duarte, fallecido hace una década, se quema en este ARCO decadente, atónito y desconcertado que echa de menos a la gran Rosina Gómez Baeza. Sobre tabla de madera pintada, el británico Julián Opie exhibe la serigrafía de su imaginación creadora. El gran Manolo Millares, al que tanto echamos de menos, recuerda en su gouache que hubo un tiempo cada vez más lejano en el que triunfó el gran abstracto. La cabeza de Jaume Plensa, como siempre, roza la conmoción. Excelente el acrílico de Genovés, que supo superar en su día el geometrismo de Naum Gabo, asombroso escultor ruso, fundador del movimiento constructivista.
Diana Fonseca, cubana de renombre, degrada sobre madera un abstracto ingenuo y decorativo. Impresiona el homenaje a los artistas de Dan Flavin. No funciona la remembranza a Mark Rothko en un papel tembloroso del colombiano Bernardo Ortiz. El letón-estadounidense, por cierto, cotiza hoy más que nadie y murió de sobredosis, con la sombra del suicidio al fondo. María Eugenia Dávila y Eduardo Portillo, venezolanos, ensayan con seda, moriche, alpaca, hilos metalizados y filamentos de cobre. Interesante la cerámica de Ximena Garrido-Lecca. Desconcertante, tal vez mediocre, el acrílico abstracto de Heli Hiltunen. Bello el ziggurat del belga Guy Rombouts. También el collage sobre cincografía de Ruth Wolf-Rehfeldt, artista germana que impresiona. La peruana Sandra Nakamura no pasa de endeble en su Estructura de metal, lejana a sus aciertos en los espacios abiertos. El acrílico del italiano Emilio Vedova tiene fuerza. Destacado Move de Jenny Holzer. Hay mucho oficio tras el óleo de Max Gómez Canle, uno de los pintores argentinos más cotizados. La madera del egipcio Iman Issa resulta menor. También el acero inoxidable de la portuguesa Ana Santos. Alberto Casari, peruano, recuerda al Miró de máxima vanguardia en su madera y lienzo pintado sobre technopor. Impresionante, con descarga artística de gran calibre, la obra de Antonio Saura. Atrae el poliéster de Hans Op. En última vanguardia Andrea Galvani. Torpe el esfuerzo sobre las cataratas del Niágara del alemán Axel Hütte. Interesante el ensayo de cerámica y metal de Claudia Martínez Garay. Sobresaliente el óleo de José Pedro Costigliolo, uruguayo, casado con María Freire. Decadente el acero de Antony Gormley, también la madera de Stephan Balkenhol. No así la cerámica vidriada de Salvatore Arancio que sobresale igual que el Warhol, un autorretrato en tinta serigrafiada. Y el certero Miquel Barceló con su Amarillo con agujeros. Tiene el pintor la garganta llena de luz, escribí hace años, con ritmo de música callada, de soledad sonora. Siente en su carne el agua genital, la hiel abastecida de la desmemoria, las hendeduras de la ola y el terrizo. Hay algo de carne ebria, aleya de la luz, en los chorros ardientes de su pintura. Es el estupor de la mirada, la oquedad de la espátula, el lecho candente de la noche. Barceló ha aventado la desesperación de los cautivos, el jadear de la palabra deshabitada, la savia amarga de la yedra.
Año tras año, en fin, he volcado mis impresiones dispares sobre ARCO en las páginas de El Cultural. Se trata de una feria de arte contemporáneo que, gracias a la lucidez y el impulso de Gómez Baeza, robustece a Madrid como ciudad cultural. Creo que los rectores de la muestra, en clara decadencia hoy, deben ser más exigentes. Ha habido ediciones mejores y peores como es lógico. La de este año no ha superado la mediocridad. Ah, y que no se me olvide citar la pueril provocación comercial de un tal Santiago Sierra, al que Mario Vargas Llosa califica de deleznable como artista.