Delmira Agustini, bebe el amor y el dolor en los cálices vacíos
Se casó con el petimetre Enrique Job Reyes el 14 de agosto de 1913, aun-que estaba enamorada del escritor argentino, Manuel Ugarte, socialista revolucionario. Tras unos meses tormentosos, la poeta se divorció el 5 de junio de 1914. El marido, sacudido por la pasión y los celos, solo resistió un mes. La citó en un hotel de Montevideo y descerrajó -Eros y Thánatos- dos tiros de su revólver sobre el cuerpo de ella. Después se suicidó. Era el 6 de julio de 1914. Delmira Agustini, la poeta uruguaya, tenía 27 años. Adolescente, su corazón, la piedra más gris y más serena, se quebraba de amor sobre los pétalos de la vida. Odiaba los labios marchitos de la blasfemia y el vino. Quería que su alma desnuda temblara entre las manos del amado en ella trasformado, frágil como un ídolo, eterno como un dios.
En los cálices vacíos bebía ella, a grandes sorbos, los sueños del amor y del dolor. Era la escritora un arpa sorprendida. Se moría de vivir y soñar. No la mataba la vida, no la mataba la muerte, no la mataba el amor. “Muero de un pensamiento mudo como una herida”, escribió. Y sus versos modernistas, que se han quedado anticuados, se colgaban del ramo de lirios que le envió Rubén Darío, mientras ella se derrumbaba en el abismo sin fin, en el vértigo de la boca del amado. Se sentía estrujada bajo el sol por sus manos, que eran rosas abrasadas en las nieves del alma.
La poeta sabía que su cuerpo se tornaba profundo como el cielo. Creía que el amado inmóvil le haría probar todas las sombras, todas las estrellas. El miedo agrandaba su soledad. En la página oscura de su lecho, toda la vida de enamorada en celo se imprimió con avidez. La mirada azul de la poeta era la inicial del destino de los amantes rotos, envueltos ya en las llamas de un lejano lago sin cisnes ni Rubén, sin las arañas de nieve de sus manos. Discurre la poeta por el camino de cristal del amor que no cesa, como la vaina de aquel rayo que describiría Miguel Hernández, compañero del alma, compañero de todos, compañero. Paneles viejos de malditas mieles, los ojos del amado desangran las noches más crueles. Tras sus huellas fugitivas vaga Delmira por los senderos tristes del adulterio mientras trata de atrapar la luz con sus manos de agarena, esclava del nuevo Abraham en el sagrario divinal del cielo.
En un prólogo certero de Mirta dos Santos se recoge este pensamiento de Octavio Paz para conocimiento de la creación poética de Delmira Agustini: “Máscaras, sucesión de máscaras que ocultan un rostro tenso y ávido, en perpetua interrogación”, escribe el autor de El laberinto de la soledad, uno de los hombres más cultos que he conocido a lo largo de mi dilatada vida profesional. Eros derrota a Thánatos cuando la poeta se dispone a beber en los cálices vacíos. “Murió el ensueño -escribe-. Hoy pálida de duda bebo en mi copa sangre de la sima... Hoy mi escalpelo sin piedad lastima la vena azul de la verdad desnuda”. La poeta aspira siempre a la trascendencia. Encerrada en su torre de marfil y cieno, apenas se siente capaz de dejar entre sus versos la tembladera de su mundo interior.
A los diez años escribía ya Delmira Agustini poemas de amor y de dolor. “Soy el dulce consuelo del que sufre”, decía la niña para anticipar: “Y soy quien muchas veces salva al hombre del crimen o del suicidio”. Palabras que presentían, con solo diez años, su muerte y también su vida, en la que deshojó las risas y desgranó las lágrimas. Se carteó Delmira Agustini con Rubén Darío, que puso pórtico a Los cálices vacíos, el libro donde la poeta bebió todo el bronco sabor de la existencia, donde escuchó el gemido de las arenas sopladas por el viento. “De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso -puntualizó el autor de Cantos de vida y esperanza- ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor”. Su Poesía completa, publicada ahora por Chus Visor, la sitúa un peldaño por encima de Juana de Ibarbourou, de Alfonsina Storni,... incluso de Gabriela Mistral, quizá de sor Juana Inés de la Cruz.