El gran teatro consiste en poner un espejo delante de la sociedad para reflejarla como es, con sus miserias y sus grandezas, con sus alegrías y sus tristezas, con sus ingratitudes y sus solidaridades. Ortega y Gasset, primera inteligencia del siglo XX español, lo explica desde la razón; García Lorca, desde el corazón. Diderot en El sobrino de Rameau reflexiona sobre las barreras que se alzan entre el público y la profesión. Pero la llamada de la escena sigue atrayendo a las gentes como hace 3.000 años, cuando los grandes clásicos se adentraron en la aventura teatral. Desde Esquilo a Bertold Brecht la idea sustancial del teatro no ha cambiado. Por eso sigue siempre en crisis, siempre vivo. Con el teatro no han podido las dictaduras ni el cine ni la televisión ni las redes sociales. Es un espectáculo insustituible. El público continúa llenando las salas para sentir esa comunicación que palpita entre el espectador y los intérpretes a través del texto en una creación coral, irrepetible en cada representación.
Fiestas de San Fermín. Año 2016. Cinco jóvenes engañaron a una muchacha de 18 años, la arrastraron hasta un portal y allí la violaron abusando de ella de forma repugnante. Por el móvil comunicaron a sus amigos: “Follándonos a una entre los cinco. Jaja. Todo lo que cuento es poco. Puta pasada de viaje. Hay vídeo”.
La muchachita, casi una adolescente, se atrevió con el alma devastada a denunciar la atrocidad. El machismo de ciertos comentaristas trató de justificar la salvajada. “Ella se lo buscó”, decían. Y se investigó más el pasado de la pobre niña que el de sus violadores. Durante el juicio se le pidieron a ella más explicaciones que a los acusados. Pero el fondo de la cuestión, lo que de verdad refleja la realidad de un sector de la sociedad, allí donde impera agriamente el relativismo, es que los violadores no creen que cometieran una barbaridad, que perpetraran un delito, que humillaran a un ser humano indefenso.
Jordi Casanovas ha puesto un espejo delante de la salvajada, limitándose a transcribir las frases de lo que unos y otros dijeron ante el tribunal, construyendo una eficaz arquitectura teatral en la que acierta la iluminación de Gómez Cornejo, la escenografía de Alessio Meloni y la dirección sabia de Miguel del Arco, amparados todos por ese grupo Kamikaze que ha revitalizado la creación teatral. “Para mí -ha declarado el director, Premio Valle-Inclán- la mirada contemporánea no es poner a Hamlet en vaqueros. Es que Hamlet esté diciendo cosas que afectan directamente al ciudadano del siglo XXI”. Los actores, en fin, de esta Jauría estremecedora, Cantos, García, Mateos, Rivas y Prieto están bien, salvo alguna sobreactuación.
Y María Hervás. La he seguido desde su comienzo fulgurante en Confesiones a Alá, la obra de Saphia Azzeddine, autora que gime entre el temor y el temblor como un Kierkegaard malherido. Tras más de setenta años de asistir al teatro en docenas de naciones de todo el mundo, la interpretación de la actriz fue para mí una revelación. Aventuré entonces los éxitos futuros de María Hervás. No me equivoqué. Fue finalista del Valle-Inclán, premio de referencia del teatro español; triunfó en la difícil experiencia de Amnesia; se encaramó en el éxito con Las crónicas de Peter Sanchidrián; triunfó al interpretar Iphigenia en Vallecas; y se ha consagrado ya como gran actriz, la más destacada de la nueva generación, en esta obra de Casanovas. Es María Hervás un prodigio sobre la escena. Insuperable al introducirse en el alma y en el cuerpo de la jovencita violada, la actriz da una lección de expresión corporal, de exacta vocalización, de dominio de todos los matices. El público en la representación a la que asistí se quedó prendado de su interpretación porque además del papel de compungida violada, hace también el de fiscal, demostrando a los espectadores su sobria calidad sobre las tablas. Tal vez María Hervás tenga defectos como actriz. Yo no se los he encontrado. A mí me asombra cómo tan joven es capaz de apurar sobre el escenario todo el bronco sabor de la existencia.