En la casa sosegada, siempre tan blanca, de la Reina Victoria Eugenia, en Lausana, inolvidable Vieille Fontaine, tuve la suerte de asistir a un almuerzo con Charles Chaplin. Los diez o doce comensales escuchamos al que era uno de los hombres clave de la cultura del siglo XX. Hizo una defensa a fondo del cine mudo. Gracias a Chaplin comprendí muchas cosas que desconocía.
Escuché a Luis Buñuel en las largas conversaciones que mantuvo con Miguel Pérez Ferrero. “La única dignidad es la nada. ¡Viva el olvido!”, decía el director que cimbreó el dulce encanto de la burguesía. Tuve amistad con Luis García Berlanga. Era un sabio del cine. Su hijo Jorge trabajó conmigo, excelente profesional del periodismo, por cierto. Almorcé muchas veces con Juan Antonio Bardem, que filmó alguna escena de Resultado final en mi despacho del ABC verdadero. Aparte de la BBB del cine español, hay media docena de directores relevantes, algunos con el Óscar sobre los hombros, pero me referiré a Manolo Summers, al que la sensibilidad y el humor le brotaban incesantemente de la piel y del alma. Murió demasiado joven.
Tomás Cuesta me trajo a Pedro Almodóvar a una cena en ABC cuando empezaba la movida. Aquel jovencito indefinible hablaba de cine con ternuras de enamorado. Me produjo un asombro que el tiempo ha multiplicado. “Vamos a apostar por él”, le dije a Cuesta tras la cena. La Redacción del periódico le otorgó el ABC de Oro. Se le entregó en una cena en la gran biblioteca del diario, todavía en la calle Serrano. Y no nos equivocamos. Almodóvar es el cine inyectado en vena.
Medio siglo después, el director de Los abrazos rotos se alza, junto a Rafael Nadal, como el español más conocido en el mundo, el Rey Juan Carlos aparte. He tratado a los más destacados directores de cine españoles. Ideológicamente estoy lejos de Pedro Almodóvar. Pero la objetividad exige afirmar que es el gran genio del cine español. La vida le ha deparado, además, la suerte de tener un hermano, Agustín, siempre constructivo, siempre discreto.
Acudí a ver Dolor y gloria con expectación y salí de la sala conmocionado por tanta belleza, tanta calidad artística, tanta profundidad psicológica. Es la autobiografía de Pedro Almodóvar en imágenes. “Soy muy pudoroso en la vida real, pero mi pudor desaparece cuando escribo y dirijo, en esos momentos estoy desnudo y me siento totalmente libre”. Algún crítico ha afirmado que estamos ante la mejor película de Almodóvar. Tal vez sea así. Se trata, sin duda, de una obra maestra. Pero yo tengo todavía en la retina la belleza perturbadora de La piel que habito, que navega entre la zozobra y el miedo, en el embrujo de lo inexplicable, un cine diferente construido sobre los puñales de la vanguardia y la genialidad.
Se ha elogiado con justicia a Antonio Banderas, actor destacado en Dolor y gloria, en la recreación del genio. Quiero subrayar la interpretación que Penélope Cruz hace de la madre. En una cena en Oviedo con Woody Allen, alguien destacó sobre todo en Penélope la belleza. “Pues no -afirmó el gran director americano-, mujeres bellas hay muchas. Penélope es, sobre todo, una excepcional actriz”. Claro que, hablando de actrices, no me voy a olvidar de Julieta Serrano, a la que conozco de toda la vida. Desde hace sesenta años, la he visto trabajar en teatro con acierto indiscutido y siempre en la máxima altura intelectual de autores y obras. En la película de Pedro Almodóvar demuestra su sabia experiencia.
Luis Martínez ha dicho que Dolor y gloria “alcanza un nivel de perfección difícilmente superable. La complicadísima estructura de tiempos que se superponen fluye sin interrupción ni fisuras”. Es cine, pero cine despellejado, cine en carne viva. Almodóvar figura ya destacado entre los nombres grandes de la cultura española de los últimos cien años. Tendrá, sin duda, defectos en su arte y siempre hay algún crítico cojonero que se complace en desmenuzarlos. Pero yo no se los encuentro. Y me satisface dedicar esta Primera Palabra a la máxima figura de la historia del cine español.