Basilio Sánchez reflexiona en medio centenar de poemas acerca de la sencilla grandeza de las cosas cotidianas. El poeta construye sus versos sobre las ruinas del agua, sobre las brasas de la reflexión, escribiendo entre las flores rojas del cilantro. Ama la austeridad y apenas sabe qué hacer con el silencio. Se siente el escritor abandonado por las estrellas. Gota de agua en el hueco de una concha, aún puede reflejar la incógnita del hombre en el universo, no saber adónde vamos ni de dónde venimos.
Busca entonces el escritor las palomas dormidas entre las grietas y cae genuflexo ante las dos cerezas rojas con las que ilumina el mundo. Para Basilio Sánchez la poesía es el oficio del espíritu, siempre asistido por el silencio. En su ventana se acurruca como un pájaro enfermo la memoria del sol. Sabe que ha heredado el árbol de la vida sobre el reguero de los dioses. Elige entonces descalzarse en el umbral del desierto. La soledad le revela lo pequeños que somos y que el valor verdadero está en las cosas sencillas. La zozobra transporta el centelleo precario del espíritu en el amanecer de los sentidos. Y conquistada la soledad, abre de par en par las puertas del silencio.
Escribo estas líneas con los propios versos de Basilio Sánchez en su libro premiado con el Loewe, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, en Visor. Conmociona la profundidad de la palabra del poeta. Emociona su aliento lírico, la musicalidad de su rima libre, la soledad sonora de sus endecasílabos. Estamos ante un poeta de rara originalidad, tal vez con resonancias machadianas vertebradas por los poemas de la consumación de Vicente Aleixandre. Escucha Sánchez los pequeños sonidos de las cosas y sus escarchas secretas. El silencio es para él un océano en calma. En el hilo transparente de sus versos beben las abubillas y los cárabos. Piensa que nadie sabe estar en el mundo, que vivimos en una ciudad en ruinas, entre la extensa escombrera de los desaparecidos. El camino oscuro de los hombres es el dogal de la pena que lleva hasta las casas la cosecha del hambre. Solo los peces conocen la palabra silenciosa del poeta, el lenguaje del mar, las cimas azules del sentido, la música callada de Juan de la Cruz, la profundidad de la noche, el cielo sin estrellas. Como un pájaro ciego sostiene el poeta la luz del mediodía mientras levanta los estandartes rojos del crepúsculo.
Basilio Sánchez vuela a la cima del monte armenio Ararat, cubierto de nieve perpetua, allí donde reposó el arca, pero regresa como la paloma sin sorber una sola gota de agua del diluvio. Las sombras perfumadas, las azules espesuras, los musgos transparentes iluminan el sueño en penumbra de las cosas, el pensamiento de la luz. El río lo recibe cuando retorna a su lado mientras un escalofrío incierto zarandea su vida. El poeta carece ya de razones para engañar al corazón. Escribe poemas porque quiere sentirse vivo. El verso ha movido la piedra que le impedía entrar en la gruta de la resurrección. Apenas es capaz de escuchar el sonido de la página en blanco, entre el temor y el temblor. Ha aprendido a convivir con las ruinas de la inteligencia, escribiendo sus versos sobre la tierra amarga porque un libro de poemas es el campo arrasado por el viento que permanece repleto de semillas. Si el humo ha ennegrecido las bóvedas de la vida, el olor del incienso iluminó los arcos de piedra de sus naves.
Siente el poeta la vibración telúrica de la existencia, arroja la manzana de Newton sobre la fuente de los pájaros que vuelan a la región donde nada se olvida. Retorna entonces al hervor silencioso de la nada, a los cielos sin luna, a la inminencia de las casualidades y los astros, en la noche serena con llama que consume y no da pena. “Que nadie lo miraba, Aminadab tampoco parecía, y el cerco sosegaba, y la caballería a vista de las aguas descendía”.