En Madrid se escuchan todas las semanas los gritos de la cultura. La capital de España es una de las cinco ciudades del mundo que sobresalen por las manifestaciones del arte y la inteligencia. CaixaForum y la Fundación Bancaria "la Caixa" han deslumbrado a los madrileños al reproducir aquí una exposición del Victoria and Albert Museum que condensa cuatrocientos años de ópera. La ambientación y la presentación, puesta en pie por los responsables de "la Caixa", se mueven en la más avanzada vanguardia. El espectador sensible sale conmocionado por la pasión, el poder y la política, vertebradores del estallido de la ópera. Isidro Fainé afirma que un teatro de ópera ofrece el reflejo del mundo y subraya el éxito de la exposición, que es coral, porque son muchos los hombres y mujeres que han desplegado su sabiduría para condensar los cuatro siglos condicionados, artística e intelectualmente en toda Europa, por las manifestaciones del bel canto.
El espectador se quedará asombrado ante el clavicémbalo de Alessandro Trarentino de 1531. Contemplará el rostro perverso de Voltaire, déspota ilustrado, en el busto esculpido por Rosset. Se emocionará al acercarse al piano en el que tocó Mozart durante su estancia en Praga y se detendrá en sus cartas manuscritas expuestas para la curiosidad de todos. Verdi deslumbra en la muestra como lo hizo en su vida y ahí está entero desde la firma en sus contratos hasta el bronce con el que Romaneiro le legó para la eternidad. El canesú de noche del vestuario de la Emperatriz Eugenia, con sus sedas, su chiné, sus encajes, brilla en la exposición cerca de la cara bobalicona de Napoleón III del conocido mármol de Park.
Los dibujos y pinturas de Ramón Casas demuestran la calidad, no suficientemente reconocida, del gran pintor español. Sobrecoge un carbón y tinta sobre papel que recuerda la bomba con que los anarquistas despedazaron el Liceo barcelonés en 1896. La exposición se cierra haciendo justicia a la ópera excelente que los rusos pudieron contemplar durante la dictadura atroz de la Unión Soviética.
Ocho óperas se condensan en CaixaForum. Desde L’incoronazione di Poppea de Monteverdi, Venecia 1642, hasta la Lady Macbeth de Shostakóvich, Leningrado 1934, pasando por el Rinaldo de Händel, Le nozze de Fígaro de Mozart, el Nabucco de Verdi, Tannhäuser de Wagner, Pepita Jiménez de Albéniz y la Salomé de Strauss, a cuyo Capriccio hemos asistido hace unas semanas en el Teatro Real de Madrid.
Robert Carsen, el admirado director canadiense de ópera, ha escrito: "Combina (la ópera) prosa, poesía, música, danza, pintura, escultura, vestuario, iluminación y, en ocasiones, cine lo cual la convierte en la más compleja de las artes interpretativas. El teatro lírico, donde estas obras cobran vida, es tan relevante por lo que presenta como por lo que representa: es un punto de encuentro para artistas de distintas nacionalidades, culturas e idiomas. Es un edificio que se yergue en símbolo de la ciudad en la que existe, pero que, paradójicamente, solo puede existir de verdad sin fronteras políticas o nacionalistas. La palabra tradición se suele asociar erróneamente a la ópera: la única tradición verdadera que he logrado constatar en la ópera (con la excepción, quizá de la búsqueda incesante de la excelencia) es la de la innovación y la polémica". Certeras palabras con las que coincido plenamente.
Plácido Domingo, primer nombre de la historia de la música española, está ausente de la exposición, pero desde su generosidad, desde su sabiduría, escribe: "Lo que cuenta (en la ópera) es la intensidad de las emociones que transmiten el texto, la escenificación y, por encima de todo, la música". Fernández-Cid añadiría: y las voces de diamante que lo envuelven todo.