El muro de la miopía histórica
Hace 250 años que Fray Junípero Serra fundó la ciudad de San Diego. Después, José de Gálvez y Gaspar de Portolá, así como otros muchos destacados militares y eclesiásticos, extendieron la soberanía española, costa arriba, con los Ángeles, Santa Bárbara, Monterrey, San Francisco, Sacramento y otras villas que convirtieron a California en uno de los territorios más cotizados del Imperio español. Manuel Trillo se ha referido certeramente en ABC a la tórpida marginación de España en el aniversario de San Diego.
Recuerdo cuando, hace muchos años, un temporal paralizó mi avión en Anchorage y permanecí retenido en Alaska. Me quedé impecune, pero pude visitar, gracias a una transferencia que me hizo Antonio Carrera desde el ABC verdadero, las ciudades de Valdez y Córdova, bautizadas por Salvador Fidalgo en 1790. Se reafirmó así la soberanía española en las tierras y los hielos de Alaska. Fidalgo cumplió órdenes de Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo y virrey de la Nueva España, es decir, de México. Hasta aquellas lejanías heladas llegó la lucidez de Carlos III para impedir que el zar ruso alcanzara América a través de Alaska.
Donald Trump puede levantar cuantos muros decida su torpeza histórica, pero un tercio del actual territorio de Estados Unidos fue colonizado por España que protegió después a los independentistas contra Inglaterra y robusteció la hacienda de la nueva nación hasta el punto de que el dólar es, en gran parte, el sucesor del real de a ocho hispano, moneda de curso legal en Estados Unidos hasta 1857. Circuló todavía por la nueva nación hasta 1870.
Cristóbal Colón de Carvajal y Maroto, duque de Veragua, almirante de la Mar Océana, asesinado por Eta en 1986, marino de vocación, publicó un mapa en el que figuran, en una veintena de Estados norteamericanos, los nombres españoles de centenares de ciudades, villas, ríos, torrentes, colinas, montes, valles y lagos bautizados por los colonizadores hispanos. El virreinato de la Nueva España, esto es, México, tras independizarse de nuestra nación, mantuvo la soberanía sobre un tercio del hoy territorio estadounidense, hasta que perdió la guerra. En 1848, en el tratado de Guadalupe Hidalgo, cedió la mitad de su territorio soberano.
Como prolongación de la derrota de México en aquella contienda desigual, Donald Trump está levantando ahora el muro de la ignominia para blindar la frontera de 3.145 kilómetros y evitar que los hispanos de varios países se integren en Estados Unidos, nación que debe su grandeza en gran parte a la inmigración no solo de iberoamericanos, sino también de italianos, irlandeses, chinos y otras nacionalidades. Dejo aparte la atrocidad de los esclavos negros trasladados durante siglos, desde África a América, en las ergástulas de los barcos negreros. En mi libro La Negritud desarrollé este pasaje histórico, tal vez el más vergonzoso de la historia de Occidente.
Fernando Lázaro Carreter comprobó cómo todavía algunas reservas indias en Estados Unidos hablaban entre ellas en español en los actos rituales y, hoy por hoy, pese a quien pese, la primera potencia del mundo es la segunda nación hispanohablante por detrás de México y por delante de España, Colombia o Argentina. Manuel Calderón, que es uno de los grandes profesionales del periodismo español, ha sabido resumir en La Razón la tristeza derivada del tratado de Guadalupe Hidalgo, acentuada ahora por la decisión racista de Donald Trump de escupir sobre la Historia, levantando un muro entre Estados Unidos y México.
El padre Escalante, 22º sucesor de Fray Junípero Serra, ha puntualizado en ABC que “los españoles introdujeron la agricultura en una cultura cazadora y recolectora, el adobe en un pueblo que vivía de ramas; la esquila, el tejido de telas y la ganadería donde nunca se habían visto caballos, vacas, ovejas ni cerdos”, allí, por cierto, donde los franciscanos acogían a todos y a todos daban de comer.