De una oscura materia escribe la poeta. No puede olvidar su atroz soledad. Se sabe devastada porque no acierta a desprenderse de los cantos abolidos. Su mente es un féretro acolchado. Pero nada muere del todo. ¿A cuántos hombres conoce que puedan dar lo mejor de sí sin haber amanecido en brazos de la culpa?
Ella, la poeta, Luisa Castro, cuida las palabras porque no atenderlas sería como morir en vida. Él, el que la amaba, cogió su mano y no la dejó nunca. Se extinguió así el miedo, también el ruido ululante tras las ventanas. La poeta enamorada abre los brazos al mundo. Las mañanas de sus días sin el amado, sin sus ojos en desvelo, se vuelven blancas e inertes. No existe otro amor que el suyo. Su ausencia lo llena todo. Siente con el cantor de los campos de Castilla, en el fondo de corazón, tristeza, tristeza que es amor. Pero la tristeza no se acaba. No, esa tristeza no se acaba con otro amor.
La poeta sabe que nada salvará su pasión, ni siquiera el resarcimiento de los náufragos del mundo. Y persigue, entre los hombres, el reguero de los dioses extinguidos. Escucha sin palabras, pero ¿qué hace una mujer cuando se queda sin palabras? No puede extirpar el corazón del cuerpo. Benditos los que desembarcan en la isla del abandono, sabiéndose perseguidos.
A la poeta le estremece la sencilla y durísima realidad del morir. Por eso vaga y vaga registrando incesante la belleza del mundo. Ante la visión de los almendros en flor, sus ojos se inundan de lágrimas. Ve crecer la hierba. Y esa belleza, los paisajes todos de la tierra y del alma que contempla, no significan nada en comparación con la belleza de su dolor. Sabe que se ha convertido en una rama seca, rebotada en las riberas, y que no florecerá nunca más.
La poeta escucha el rumor de los que olvidaron, el suave rumor del mar. Se enfrenta entonces con la nada y el abandono, y se siente abatida por el miedo y los temporales. No necesitará más a los dioses. Y llora sin pausa. Mientras el sol se oculta, llora sin tregua. Contempla cómo ralean las hojas y se siente sacudida por la debilidad profunda, como ocurre en la cabeza de un padre anciano. Se da cuenta de que la mira el silencio. La mira el silencio y se suspende el tiempo. Si tuviese que describir la esencia del ser amado, hablaría de una estrella de mar.
La poeta se sabe consciente para cruzar la oscura penumbra del más allá. “Por eso estamos preparados desde el principio, los que sabemos que otra vida no existe, salvo la que nos llega con el corazón del Poeta o a través del Tiempo”. Coincide así Luisa Castro con la devastación final de José Hierro: “Qué más da que la nada fuera nada si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada”.
La poeta afirma que la belleza sí tiene alma y dice: “Nuestro amor da a luz al mundo”. Y, al cruzar el río, cuando la piel se va, no deja huellas de su paso. La noche oscura del alma, la de San Juan de la Cruz, la que juntó al amado con la amada, amada en el amado transformada, se trasluce en el fondo del verso de la autora, si bien se difumina ante la agria realidad del mundo. Los versos de Luisa Castro se hacen de plata, a la luz de Juan Ramón, a la luz de la luna melancólica. Abierta en mil heridas sin cicatrizar vuela con Aleixandre a la región donde nada se olvida porque, como
él, quiere vivir en el fuego, y apurar “los hermosos límites de la vida”.
Escribo yo estas líneas, en fin, como un ejercicio literario para reflejar con sus propios versos metafísicos el aliento lírico de la poeta, de Luisa Castro, que ha publicado un libro bellísimo de título incierto, Actores vestidos de calle. Tal vez porque piensa, como el pagano Lucrecio, que nada significa la muerte para ella.