Chus Visor es mucho más que un editor. Nadie en España conoce tan a fondo la poesía contemporánea. Nadie sabe tanto de los poetas como él. Siente el verso. Juzga siempre desde la ecuanimidad. Oírle hablar de poesía es un regalo para el buen gusto literario.
Ha publicado, en su colección favorita, 1.100 libros de poesía, a los que hay que añadir un centenar más en otros apartados. No sé por qué cree que Filobiblón es el mejor libro que ha editado. Quizá porque lo escribió él mismo, con buen pulso, por cierto, y sagacidad en el análisis. Entre los poetas vivos que admira, tal vez ocupe el primer lugar Luis García Montero, si bien en la entrevista que le hizo Irene García Chacón, distingue a Leopoldo María Panero, a Claudio Rodríguez, a Benedetti, a Pere Gimferrer, a Caballero Bonald, a Luis Alberto de Cuenca, a Raquel Lanseros…
Fija su atención sabia en Juan Ramón Jiménez, en García Lorca, en Rafael Alberti, en Ángel González, en Vicente Aleixandre, en Gabriel Celaya, en Gil de Biedma, en Miguel Hernández… Ha publicado, en fin, libros de casi todos los grandes de muy varias nacionalidades. Se le escapó entre los jóvenes españoles, un libro erizante, Las moras agraces de Carmen Jodra, y no le gusta que se lo recuerden. En todo caso, los poetas, por sorprendente que parezca, no buscan en él que publique sus libros sino, sobre todo, su juicio crítico favorable. Este sabio de la poesía que es Chus Visor, en el siglo Jesús García Sánchez, se ha convertido en un faro que ilumina la República de las Letras.
“Cantan la gloria los aonios coros de quien supo elegir, de entre las flores, la lis de la amistad, la luz del mundo”, le escribe García Baena. Para Francisco Brines, el editor recuerda al miedo del Cristo abandonado. Juan Marsé, el mejor escritor en español de la hora actual, dice de Chus Visor, que es “el más atlético editor de poesía del reino”. Pere Gimferrer, que ganará para España en catalán el Premio Nobel de Literatura, brinda por el editor con el vino recio de un poema que fecunda las dagas desenfundadas, convivio de dioses y de hadas. A Chus le atemoriza, como a Antonio Colinas, el temblor de las cortinas en la noche. Mendicutti le apresa con el verso esquivo que a su ardor de escritor se resistía. Jon Juaristi le llama Gran Visir de Visor y le encandila con un poema sobre Pasionaria. Claribel Alegría asegura que el editor “obsequia alas a los poemas para que vuelen”. Gelman levanta su cuerpo echado sobre los paisajes del vino. Y en las manos de Caballero Bonald chirrían las hojas de los libros como élitros descompensados.
Luis Alberto de Cuenca regresa de la mano de Chus Visor a la única patria que merece la pena, la patria de la infancia. Jaime Siles, un océano mediterráneo de cultura en cada verso, le explica que el tiempo es un pobre regalo imaginario, un puñado de arena, que se abraza a Juan Ramón Jiménez en el espacio. Luis García Montero le devuelve los elogios y lo retrata sentado, “nocturno de los pies a la cabeza”, zarandeado por su tímida ley de la osadía. José Antonio Mesa acierta al distinguir a Chus Visor y le da caza al vuelo ciego de las palabras. Antonio Lucas, que se expresa siempre con la belleza literaria ceñida a la cintura, se refiere al editor como a una liturgia a la que es necesario regresar en el eterno retorno del tiempo recobrado de la poesía. Y Pérez Azaústre, en fin, derrama misterio y fascinación en el entorno siempre vivo de Jesús García Sánchez.
Irene García Chacón explica que Chus empezó a editar versos porque en su juventud no había colecciones que permitieran acercarse de forma profunda a la poesía. Medio siglo después el editor ha levantado la gran pirámide de Keops, negra y brillante, edificada con la lírica de todos los tiempos.