Reencuentro con Lorca y Neruda
En su día, la Fundación Neruda le pidió a Luis María Anson que escribiera el prólogo para un espléndido libro que narraba la amistad entre ambos poetas, hoy inaccesible. Por eso reproducimos de nuevo este texto, muy oportuno para esta etapa de reflexión
8 mayo, 2020 11:07En septiembre de 1964, en Isla Negra, mientras el mar golpeaba las ventanas de su casa, Pablo Neruda me habló por vez primera de los Sonetos del amor oscuro, de Federico García Lorca, y del deber que teníamos todos de que vieran la luz pública. Poco antes de morir aquel chileno universal, una de las cumbres de la poesía en lengua castellana, me escribía una carta en la que se refería, no sin vehemencia, a la misma cuestión. Según él, nunca había oído recitar unos poemas de amor de tanta belleza. Años después, en la casa de Santiago del poeta muerto, Matilde Urrutia –“crecen en mi corazón tus raíces de trigo”– esposa de Pablo para la eternidad, celadora infatigable de su memoria, me recordó, mientras cenábamos entre amigos agobiados por la dictadura chilena, la preocupación de Neruda por los sonetos de Lorca. Intervenía yo por aquella época en el programa “300 millones” de Televisión Española con unos minutos literarios semanales y expliqué a los espectadores de España y América la voluntad entrañable del autor de Residencia en la tierra en favor de los Sonetos del amor oscuro. Llovieron sobre mi mesa cartas y mensajes de medio mundo. El 17 de marzo de 1984, el diario ABC, gracias al buen sentido de la familia García Lorca, a la inteligencia de Manolo Fernández-Montesinos y al trabajo de un grupo de expertos, encabezados por Miguel García-Posada, dio a la luz, por fin, los once sonetos del amor oscuro, que sitúan definitivamente a Lorca en primerísimo lugar de la poesía española del siglo XX. La repercusión fue mundial. Periódicos y revistas de los cinco continentes reprodujeron y comentaron la gran primicia literaria de ABC. Matilde Urrutia me envió una bella carta que se publicó en el periódico. Personalmente, tras veinte años de búsqueda, tuve, como es lógico, una gran satisfacción. Y no sólo por la voluntad cumplida de Pablo Neruda, sino porque los versos de amor que manaron de las páginas de ABC como de un hontanar renovado, restablecieron la verdad sobre imaginaciones desbordadas y ediciones piratas. Nos devolvieron, además, al ser publicados en un periódico de posición diferente a la del poeta, la gran lección que brinda la poesía eterna, por encima de las ideologías políticas, a todos los que quieren, como Lorca deseaba, como Neruda soñaba, la España de la concordia, el Chile de la conciliación.
“Cada vez que te vea, cada vez que conversemos, te recordaré el deber que tienes, el deber que tenemos todos de rescatar de los desvanes de Paco García Lorca, o de donde sea, los Sonetos del amor oscuro”. Con estas palabras me despidió Pablo Neruda, el día del primer encuentro en Isla Negra.
Era septiembre de 1964. Al entrar en su casa no sé qué pugnaba más en mí si la admiración o la curiosidad.
–España –me dice el poeta; y éstas fueron sus primeras palabras– es un país lleno de fuerza, de empuje, de vida. Una de las pocas naciones de Occidente que todavía tiene que decir algo al mundo.
Le miro al fondo de los ojos. Sólo veo sinceridad y nostalgia.
–Entre los años más felices de mi vida están los que pasé en España. Viví en Madrid en una casa de Argüelles, frente a la que tuvo Pérez Galdós. ¿Sigue allí todavía? ¿Y a Galdós? ¿Leen los jóvenes a Galdós?
Le contesto algo, pero no le importa mi respuesta.
–Es un escritor fértil y abrumador. Y profundo.
Se levanta y añade sin mirarme:
–Desearía volver a España. Desearía sentir a España. Pasear por las viejas calles conocidas, descubrir otra vez rincones olvidados.
Ahora empieza Neruda a escuchar lo que digo. Se estira la conversación hacia la cultura europea. No estamos solos. Con nosotros, junto al fuego, un poeta brasileño: Thiago di Melo. Se envuelve en un poncho indio. Hay algo de sincera elementalidad en su mirada que me despierta viva simpatía. Su mujer se sienta a su lado. Nos acompaña también Inerma Codina, autora de una novela célebre: Detrás del grito; Margarita Aguirre y la argentina Alicia Eguren, pantalones grises, muy bella, que hace versos y se dedica a la política en favor de Perón. (Con Alicia Eguren –“Aquí, entre magras espigas”– mantuve luego larga y a veces emocionante amistad. Fue vilmente asesinada por Videla después de permanecer escondida más de un año.) Suena la voz de Pablo Neruda. El poeta dijo, en un dramático poema, que Lorca tenía la voz de naranjo enlutado. La de Neruda es voz de flor silvestre, de apretada arcilla, rumores de mil olas dispersas. Al recitar produce un raspón de carne viva, como si se arrancasen raíces de la tierra seca. Alicia Eguren se ha puesto en pie y se acerca a las llamas que la empapan de sombras y cobre gastado.
Durante veinte años, y para cumplir con el deseo de Neruda, seguí el rastro a los 'Sonetos del amor oscuro'
Azota el mar los ventanales sobre la roqueda gris y verde. Se escucha el prolongado silbo del viento. La sala en la que estamos tiene algo de museo del mar. Media docena de grandes mascarones de proa cuelgan de las paredes. Todo es de madera y de cal. Madera cobriza con brillos de metal. Libros viejos en estanterías bajas, en estanterías altas al término de una escalera estrecha. Una larga mesa de madera. Sillones grandes, tapizados de piel de llama blanca y leonada. Una chimenea bellísima de piedras redondas sin desbastar, amontonadas en desorden. Timones, conchas, caracolas, cuerdas, barcos de madera y de sueños, faroles, mil cosas marinas diversas, un enorme ángel casi en el techo que parece, con su larga trompeta, anunciar el Juicio Final. Toda la estancia es de completa originalidad y reina el buen gusto hasta en los más mínimos detalles. Nada hay vulgar. Tiene la sala un aire de íntima cueva primitiva; sabor salino a barco devela; un clima denso un poco dramático, como de escenografía teatral, como si esta misma tarde tuviera que pasar aquí algo. Apaga las luces Pablo Neruda y enciende dos bellos faroles marinos. Alicia Eguren se estira en silencio quemada por el fuego del hogar.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.
Se pasea Neruda de un lado a otro mientras suena su voz lenta y triste. Yo escribí una vez que vivía como un burgués adinerado y fui injusto. Vivía como un poeta. Su casa era la de un poeta; su jardín era el de un poeta, y sus muebles y sus objetos queridos y el pedazo de océano Pacífico que se metía hasta la entrada de su hogar. Neruda en los años sesenta era grueso, que no gordo. Tenía la mirada limpia. Aquel día vestía pantalones claros, jersey azul marino cerrado hasta el cuello, chaqueta gris a cuadros, con las bocamangas, los bolsillos y los codos reforzados con cuero. A ratos me recordaba el poeta a un veterano lobo marino anclado en la orilla, con anhelos de alta mar. Andaba con un ligero balanceo. Un ramalazo de altiva sangre india le daba a su cara dignidad y distancia. Dicen, aunque yo no creo que fuera así, que lejanas tribus orientales cruzaron algún día la Kamchatka sobre los hielos de Bering y llegaron hasta la Tierra de Fuego, hasta esa Araucania, “ramo de robles torrenciales, Patria despiadada, amada oscura”. Cuando calla, me parece Neruda un buda inmóvil y pensativo. Sus padres de roca, sus padres araucanos, con milenios orientales estrujados en su altivez inmóvil, eran “piedra y árbol, raíces de los breñales sacudidos, hojas conforma de lanzas, cabezas de metal guerrero”. Alicia Eguren se separa de las brasas, muy lentamente.
Llega Matilde, la mujer de Pablo Neruda, dulce y rubia, la que tiene el cuerpo de avena tostada. Nos sirve chicha de manzana. Pablo la abraza. Ella sonríe. “¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe, cuando me siento triste y te siento lejana?”.
–Es una lástima que los escritores españoles tengan puestos sus ojos en Francia y sólo les importe que allí se hable de ellos. La España intelectual debe volver los ojos hacia América, hacia el mundo de su lengua y su grandeza.
Es entonces cuando Pablo me habla largamente de los sonetos del amor oscuro, de Federico.
Pasa la tarde lenta para la sosegada conversación, para el amor callado, para el pensamiento profundo. Hablamos de Unamuno, de Lorca, de Bergamín, de Ortega. Casi nunca hace Neruda un juicio razonado, reflexivo. Pero cala hondo a golpes de intuición. Esa es su principal característica intelectual. Con dos palabras define a Rosales. Se refiere a Panero sin rencor. Y eso me sorprende. Elogia a Gómez de la Serna y a César Vallejo. Le sale a Neruda un punto de vanidad casi infantil al hablar. Analiza luego agudamente a Rilke, a Joyce, a Camus, a Baudelaire, a Azorín. Se interesa por la poesía joven española.
–Me llamó un día. Sería el 12 o el 13 de julio de 1936. Hacía un calor espantoso. Federico vivía en un ático en la calle de Alcalá. Allí acudí. Metido en la bañera, me leyó treinta y dos sonetos de una belleza increíble. Nunca he leído, nunca he escuchado nada igual.
Al salir de casa de Neruda es noche cerrada. Baten las olas del mar y aúllan los perros. A un lado ondea una bandera. Sólo se arría cuando el poeta se ausenta de Isla Negra. Sobre el cielo oscuro del invierno austral las estrellas dibujan la Cruz del Sur. Se me pierden los ojos en ella.
Lorca escribió esos sonetos entre esperanzas y desesperanzas, entre tiras y aflojas, entre atenciones y desdenes del gran amor de su vida, Rodríguez Rapún, que trabajaba con él en La Barraca. Al término de la guerra civil española –la homosexualidad era un crimen nefando para el franquismo– la familia de Lorca escondió los poemas. Pablo Neruda, en un congreso en São Paulo, increpó duramente a Paco García Lorca, que se marchó irritado. Después, al inaugurar el monumento del escultor Flavio de Carvalho a Lorca –bello, misterioso y transparente– en la ciudad brasileña, Pablo Neruda habló desgarradamente de aquellos sonetos cuya belleza le acompañaría hasta la muerte. “Lorca –dijo– fue el hombre más alegre que he conocido en mi ya larga vida. Irradiaba la dicha de ver, de oír, de cantar, de vivir... Rompía las paredes con su risa”.
Durante veinte años, y para cumplir con el deseo de Neruda, seguí el rastro a los Sonetos del amor oscuro. Después de mil vicisitudes, los encontré. No voy a cansar a los lectores con la historia del largo rastreo. Recuerdo la emoción que sentimos Miguel García-Posada y yo al abrir la carpeta azul que contenía los poemas. Había once sonetos. Los otros veintiuno, muy probablemente, fueron destruidos. Ayudado por Ricardo Gullón, los rastreé, sin éxito, por las pistas más diversas. Queda sólo una por escudriñar. El fallecimiento de Ricardo Gullón interrumpió la búsqueda que algún día proseguiré.
Pasa la tarde lenta para la sosegada conversación. Es entonces cuando Pablo me habla de los sonetos del amor oscuro, de Federico
En la carpeta, junto a los Sonetos del amor oscuro que, efectivamente, son tan bellos como Neruda recordaba, había cuatro cuartetos dedicados por Federico a Malva Marina. No se publicaron por la enfermedad espantosa de la niña. Montesinos creía que había que respetar la voluntad del poeta y que permanecieran inéditos.
Matilde Urrutia me escribió la siguiente carta, que se publicó en ABC:
Querido Luis María: Celebro inmensamente esta edición de ABC sacando a la publicidad los 'Sonetos del amor oscuro', de Federico García Lorca. Yo los encuentro bellísimos. Pablo toda su vida se recordaba y hablaba de estos sonetos. Me gustaría mucho tener el poema a Malva Marina, la hija de Pablo. Pablo no lo tenía. Todos los amigos de García Lorca estarán felices de conocer estos sonetos que gracias a ti han sido desenterrados..."
El deseo de Matilde de conocer el poema a Malva Marina venció la resistencia de Montesinos y en julio de aquel año 1984, ABC publicó los Versos en el nacimiento de Malva Marina Neruda.
Para Federico, Pablo fue siempre un poeta “más cerca de la muerte que de la filosofía, más cerca del dolor que de la inteligencia, más cerca de la sangre que de la tinta”. José Caballero dibujó prodigiosamente el encuentro en la estación de Madrid entre Pablo Neruda y Federico García Lorca, que le esperaba con un ramo de flores. Nadie le acompañaba. Pero aquel hombre solo “era España y se llamaba Federico”.
Desde que se conocieron en Buenos Aires en 1933, la admiración fue mutua, intenso el cariño, indeclinable la alegría de vivir. La revista Paloma por dentro, de ejemplar único dedicado a Sara Tornú, demuestra hasta qué punto se había producido la identidad entre las almas de Pablo y Federico.
“Joven puro como un negro relámpago perpetuamente libre”, “corazón alado y cascada cristalina”, “duende derrochado”, “resumen de las edades de España”, “pueblo, harina pura, inmaculada piedra”, “mágico y moreno”, “poesía que sale dando gritos”, “risa de arroz huracanado”, “corcel caído y dios ensangrentado”, “ojos llenos de vida, de alegría”, “ojos llenos de lágrimas, de lágrimas, de lágrimas”. Éstas eran las palabras de Neruda para Federico, el poeta que hablaba sin parar, que reía sin parar, porque la felicidad era su piel.
Una revista instalada hoy en la mitología literaria, Caballo verde para la poesía, donde vivía el espíritu de Pablo Neruda, emocionaba a Federico. Allí escribieron Miguel Hernández, Lorca, Rafael, Cernuda, Aleixandre, Guillén (“el bueno: el español”, escribe Neruda golpeando cruelmente al otro Guillén, al de Sóngoro Cosongo y El son entero.) Rafael Alberti quiso llamar a la revista Caballo rojo. Sin éxito. Lorca tenía tan metida en los ojos la imagen del caballo verde que en el décimo de los Sonetos del amor oscuro escribiría años después:
Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.
Como un fogonazo, Federico resumió así la humanidad de Pablo Neruda. “Cuando va a castigar y levanta la espada, se encuentra de pronto con una paloma herida entre los dedos”. Es la paloma de El hombre deshabitado de Alberti: una paloma blanca va por la nieve, quiere levantarse, pero no puede, quiere levantarse, ir por la nieve, pero no puede, pero no puede. Es el antecedente, en Neruda, en Lorca, en el propio Alberti, del milagro poético de “Se equivocó la paloma, se equivocaba”.
No sería justo concluir este prólogo sin aludir a “La hormiga”. Mi amiga fue Matilde Urrutia y le fui tan fiel que mientras vivió ni se me pasó por la imaginación conocer a Delia del Carril. Tenía más de cien años, cuando, muerta prematura y tristemente Matilde, viajé a Santiago para conocer a “La hormiga”.
Era todavía un tallo indoblegable. Tenía versos de ayer entre los dedos. Tenía la mirada clara y el gesto indefinido. Tenía luz en las mejillas y cuando tomé su mano me la apretó con fuerza como si escapara de lejanos naufragios. Allí estaba en la habitación humilde, las fotos de Neruda en su entorno, escondida en la cama y arropada hasta el cuello, Delia del Carril, “La hormiguita”, la segunda mujer del poeta, la dama elegante en torno a la cual se hizo más bella la vida literaria española de los años treinta.
Había visitado yo esta casa de Neruda, tan distinta y tan igual a Isla Negra, tan distinta y tan igual al otro hogar de Santiago, “La Chascona”, junto a Matilde. Y me había quedado indeciso, a orillas de la tristeza, al buscar las huellas del pasado fugitivo en la biblioteca vacía, el desolado estudio, el jardín arrollado por la maleza, el teatro en ruinas, el cebado corredor. Por eso me emocionó entrar en la alcoba de Pablo y ver allí con cien años en el fondo de los ojos, todavía curiosos y llenos de humor, a Delia del Carril.
En compañía de un personaje extraordinario, Emilio Ellena, y de Dinora, había visitado yo, unas horas antes las tumbas de Pablo Neruda y Matilde Urrutia, todavía en el cementerio civil. Dos nichos separados por otro extraño y, junto a ellos, la estúpida ironía del destino con la tumba de un Pinochet. Cubrí el suelo de flores y recé junto a la belleza rubia de María Angélica Bulnes, la chilena melancólica de las antiguas nostalgias y el corazón en calma. A “La hormiguita” le entregué un recuerdo de Pepe Caballero. Delia me habló del pintor y de forma inconexa, como si se le mezclaran y confundieran sus cien años de vida, se refirió a mil cosas: a la España perdida, al poeta en sueños, a la vida chilena, a su admiración por Rafael Alberti, al pintor Juan Antonio Morales, a sus amigos del mundo, a sus grabados llenos de fuerza, caballos de la tierra y del viento. (Y Dinora recuerda un verso de Rilke: “Toda la belleza de los animales es una quieta forma de amor y de anhelo.”)
Lorca escribió esos sonetos entre esperanzas y desesperanzas, entre tiras y aflojas del gran amor de su vida, Rodríguez Rapún
Lirio acariciado de Miguel Hernández, nieve recién caída, nieve que está cayendo de Luis Rosales, campana llena de uvas del amor eterno, ¡ay!, hermosa dama de la residencia en la tierra, ¡ay!, Delia del Carril entre las brumas de cien años, de cien siglos, de cien instantes, ¡ay!, hormiguita en el recuerdo del que cortó jacintos para tu lecho, y rosas, ¡ay!, pómulos tristes en la búsqueda del tiempo perdido, yo te vi así como si levantara la piel de mármol de la historia, como un racimo de versos, tallo indoblegable del poema que Rafael Alberti dejó a tus pies, en medio de la noche oscura del alma, de la antigua noche que “ladra por las rocas”, de aquella que le hacía daño a Federico porque se llevaba dalias y devolvía sombras.
Años después volví a Isla Negra con Sara Vial, para intervenir en una película –Neruda en Valparaíso– dirigida por el grande y bueno Manuel Mateos, que se murió al poco tiempo, de repente. Junto a la chimenea de cantos rodados, en el salón de maderas y espolones y sueños, frente al oleaje del Pacífico, representamos las inolvidables tertulias. Después fui a visitar en silencio la nueva tumba de Matilde, la tumba última de Pablo, en el sitio que el poeta quiso, en Isla Negra, frente al océano, y allí, en voz alta, recé al Dios en el que él no creía para que un día podamos encontrarnos en el paraíso de la poesía con el alma del poeta, los amigos sin número que vivimos arrodillados en la frontera de sus versos.