La vida después de la muerte
“Hoy día, la creencia en la resurrección de los muertos es oficialmente obligatoria para los zoroástricos, los judíos, los cristianos, los musulmanes, los hinduistas y los budistas. Las seis grandes religiones aún disponen, en conjunto, de la adhesión de una gran mayoría de la Humanidad”. Estas palabras de Arnold J. Toynbee en su ensayo La vida después de la muerte reflejan la solidez de la cultura universal del gran filósofo de la Historia y su respeto por las creencias que no comparte. En este tiempo en el que estamos viviendo el arresto domiciliario universal por el azote de un virus incógnito, parece obligado dedicar un tiempo a la reflexión sobre la oscura penumbra del más allá.
A lo largo de mi dilatada vida profesional, Arnold J. Toynbee es el hombre más inteligente que he conocido. Si tuviera yo que destacar un libro del siglo XX ese sería Un estudio de la Historia. Toynbee ni negaba ni afirmaba la existencia de Dios. No hay pruebas que demuestren lo primero, tampoco lo segundo. Por esta razón, Toynbee no se consideraba ateo sino agnóstico. En todo caso, no creía en la inmortalidad del alma ni en la vida después de la muerte. El interés del hombre en el más allá se remonta a la prehistoria. “Las criaturas humanas de la especie Neandertal, hoy extinta –escribe el gran filósofo de la historia–, ya sepultaban ceremonialmente a sus muertos. No se deshacían de los cadáveres como si fueran basura”.
En el Egipto faraónico era tal la exigencia de la vida después de la muerte que hace cinco mil años los egipcios empezaron a construir colosales pirámides para prolongar la vida del hombre en el paraíso del dios Sol, de Amón-Ra, conforme al Libro de los Muertos.
Los místicos cristianos creían con tal firmeza en la vida eterna que llegaban a desear la muerte: “Ven, muerte, tan escondida, que no te sienta conmigo porque el gozo de contigo no me vuelva a dar la vida”, escribió en el siglo XV Joan Escrivá, plagiado después por varios poetas místicos, entre ellos Santa Teresa de Jesús: “Ven, muerte, tan escondida, que no te sienta venir porque el placer del morir no me torne a dar la vida”.
El zoroastrismo creía en la resurrección del cuerpo y tal creencia, según el autor de Un estudio de la Historia, fue adoptada por judíos, cristianos y musulmanes. Pero “en el Occidente de la era moderna, y particularmente a partir de los últimos y espectaculares progresos de las ciencias naturales, la convicción de que la muerte conlleva la extinción de la personalidad ha ganado cada vez más terreno”. Y rechaza lo que el profetairanio Zaratustra, fundador de la religión que lleva su nombre, afirmaba al hablar de un Juicio Final en el que los hombres serían juzgados por un juez en representación del buen dios Ahura Mazda, el creador no creado, en idioma avéstico. Toynbee no creía en el juicio final ni en la agonía de los réprobos en el infierno ni en el júbilo de los beatos en el cielo, como se ejemplifica en el Apocalipsis, en El Corán y en la Divina Comedia de Dante.
Tickell, que estudió las religiones precolombinas, Parrinder, Seale, Stanislav Grof, Ulrich Simon e, incluso, Adrian Boshier, al analizar las religiones en África, apenas discrepan de la idea que Toynbee mantiene sobre la vida después de la muerte (yo soy creyente y no pienso como el filósofo británico).
Solo Arthur Koestler alumbra caminos inexplorados. El autor de The Act of Creation no afirma, pero tampoco rechaza la existencia de lo que históricamente hemos llamado dioses, seres tal vez de otros mundos en el infinito universo que hace miles de millones de años, sin desmentir la evolución darwiniana, dejaron en el planeta Tierra la conciencia inteligente y el don de la palabra. El inolvidado Francisco Nieva se refugió en Nosferatu y su tembladera virginal para hacerse la pregunta atroz que estremece a muchos cristianos: ¿Es la muerte el silencio de Dios? Cuando el velo de Maya deje de ser un obstáculo, afirma Koestler, tal vez podamos esquivar el abismo del hombre y se intente dar respuesta a la incógnita que Rubén Darío resumió en su verso fatal: no saber adónde vamos ni de dónde venimos.