Bajo la piel del óxido, la poeta escribe sus palabras nuevas junto al árbol triste en el que luchan las flores. Para ella el silencio es hijo de la nieve. “Amada en el amado transformada”, se estremece con la tormenta zarca entre el azul claro de los ojos que la envuelven.
Raquel Vázquez, en este libro Aunque los mapas (Premio Loewe a la Creación Joven), recorre los caminos de la tierra y del alma, desde la Hiroshima devastada al Dakar de Léopold Sédar Senghor; desde el amor cauterizado a la pasión sin fin; desde la California altiva al Tannhäuser wagneriano y el torneo poético de Wartburg. “El viento no es demiurgo suficiente, le dice al amado, para suplir mis manos y habitarte”, porque ni siquiera la niebla sabe escribir de forma tan cierta sobre el amor, que es, al decir de Quevedo; “hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente”. Para ella, tocar al amado significa conocer dónde yacen sus alas, dónde aprietan las dos sílabas inermes del dolor.
A veces se equivocan sus labios inútiles, que se abrasan entre los anhelos de un niño y la caricia del cielo. La poeta abraza entonces el tronco de la angustia hasta quemar sus raíces. A su lado, la eternidad se hace pequeña, como en el principio de los tiempos, cuando no hay nada que ocultarse y tan solo recibían nombre las rosas y la mano que las tomaba, pero no la espina, la espina hiriente, porque la caricia no sabe terminarse. Es la despedida anhelante de Lara Fiodorovna a su pasión perdida: “Adiós mi gran amor, adiós mi orgullo, adiós mi triste, pequeño y profundo río, cuanto amaba tu incesante rumor, cuanto amaba arrojarme sobre tus tibias ondas”. El cuerpo del amado se enciende con una luz nueva, que pone en la boca de la poeta las orquídeas sagradas, lejos todavía la decadencia del sentimiento que se apaga.
Gotea la lluvia sobre la piel ausente y resbala por los pliegues de la tierra y del alma. Cree la poeta, con Luis Alberto de Cuenca, que volverá a ver al amado allí donde siempre es de día, allí donde pueda estrechar la mano ansiada, allí donde amanece a veces por las tardes y el tiempo parece todavía un niño que sonríe y nos acerca al oído su modo de empezar.
El ventalle de cedros de la llama de amor viva, encendida en el verso de San Juan de la Cruz, le da el aire que necesita ella para trazar líneas rectas sobre el mar, porque el dolor es un eclipse fallido que se emborrona con los dedos manchados de noche, un limbo sin tiempo, mientras la vida avanza, si bien la voz de la poeta solo declama ya heridas y zozobras. “Y aunque amanece y nos llegue esa noche –escribe– será fútil el yermo del reloj, será pueril su estridente sequía”.
“Te quise –escribe Raquel Vázquez– hasta arrancarme esa parte de mí que no tenía nada que ver contigo. Te quise hasta mañana, hasta hoy y hasta siempre, pues lancé una botella al mar con todos los tiempos”. Los enamorados intentan nombrar las olas y la sangre. Y ella habla en voz alta: “Decir quizá de nuevo esas palabras, las únicas ciertas temblando en mí en silencio tantos años” porque todo “sucederá después del instante que sucede al futuro”. Los versos de Raquel Vázquez son nieve recién caída, nieve que está cayendo. A la poeta, en fin, le duele el contraste de lo que amargamente persiste en la vida: apenas barro, ausencia.