Se lo dije una tarde de otoño y de tristeza, paseando por la calle Pelayo, en la Barcelona de los ochenta, cabe el edificio de La Vanguardia: “Lo que más me interesa de ti es que piensas lo contrario que yo. Las gentes que coinciden conmigo me aburren a morir porque no sé de qué hablar con ellas”.
Con Juan Marsé todo era distinto. En aquella época, a él le irritaba el Papa Juan Pablo II, al que adornaba con el insulto soez. A mí me entusiasmaba el conocimiento que el Pontífice, el hacedor de puentes, tenía de San Juan de la Cruz y también su calidad de gran actor ante las manifestaciones multitudinarias. A él le encantaba cenar con Baltasar Porcel; yo no había llegado a semejante grado de decadencia. A él le atraía la belleza y el abismo de la literatura oscura y letrinal; a mí también, pero siempre he preferido las rimas sacras de Lope y las liras de San Juan, en las que se juntan amado con amada, amada en el amado transformada. A él le gustaban las muchachas de las bragas esquivas y las lagartijas de rabo de oro; yo cantaba por aquella época la gloria de las piernas doradas de Steffi Graf que brincaban como gacelas sobre la tierra roja de las pistas de tenis.
Me parece incluso que Juan Marsé ni siquiera era monárquico, aunque no estoy seguro de que hubiera caído tan bajo. Yo le hablaba de Indro Montanelli, y su entendimiento monárquico de la política. Y le mentía diciéndole que Jorge Luis Borges pensaba lo mismo que el escritor italiano, igual que su bucanero ciego cuando fatigaba los terrosos caminos de Inglaterra y sabía que en lejanas playas de oro era suyo un recóndito tesoro, la vasta y vaga y necesaria muerte. También le aseguraba que nadie había escrito en el siglo XX una prosa comparable a la que derramó Borges en Hombre de la esquina rosada. Él estaba de acuerdo con esto último. En lo demás, no, porque el ramalazo comunista le nublaba a ratos la inteligencia.
Han pasado ya unos días de la muerte de Juan Marsé. Al cruzar la oscura penumbra del más allá, se ha ido, con él, el mejor escritor español entre los que quedaban vivos. Era un prodigio en el juego de la palabra deshabitada. Escribía de puta madre. Ni un tópico ni un lugar común ni un convencionalismo. Su escritura estaba siempre friéndose en la sartén y saltaba en ella igual que los huevos de Velázquez en el cuadro de la vieja.
Defendí en varias ocasiones la incorporación de Juan Marséa la Real Academia Española, a la que hubiera erizado con su presencia. Le presenté a premios de relieve sin que él lo supiera. Le apoyé en diversos jurados. Sentía por él una admiración inextinguible. En lugar de la espalda, como Quevedo, Marsé tenía estevadas las pelotas y, por supuesto, la mala leche. En su obra no se tropieza uno con un adjetivo sobado ni con una expresión vulgar. A lo largo de la última semana sus novelas han sido elogiadas y glosadas en centenares de artículos y comentarios audiovisuales. Nadie le ha dedicado el espacio que merece a Señoras y señores, la serie de artículos periodísticos en los que se condensa su más bella, su más ácida, su mejor literatura. Descarna en esa serie el alma de muchos de los grandes españoles y españolas de la época.
Ciertamente, la Barcelona de la soledad y de la muerte se entristece al recordar la palabra inhóspita de Juan Marsé. Durante la guerra incivil española, era solo un niño tembloroso, pero siempre se consideró derrotado, siempre se situó en el bando perdedor de aquella contienda cainita. Aplicaba su ungüento favorito, el de los rabos de lagartijas cocidos con alas de mariposa, a la magulladura inmensa de la ciudad de los vencidos y humillados, mientras se derrumbaban sobre él las últimas tardes que pasó con Teresa.