Isabel San Sebastián. Las campanas de Santiago
Para eludir el acoso agareno, el rey de Pamplona, el conde de Castilla y otros monarcas y nobles innobles, entregaron al caudillo musulmán a sus hijas, esposas y hermanas, como cuenta Isabel San Sebastián en Las campanas de Santiago. Claudio Sánchez-Albornoz hubiera leído de un tirón esta novela. En sus libros España, un enigma histórico y La España musulmana, reproduce la frase tremenda de la hija del rey de Galicia Bermudo II, entregada como esclava a Almanzor, que le gritó al padre: “Los reinos deben poner su confianza en las lanzas de sus soldados más que en el coño de sus mujeres”. La crueldad del caudillo sarraceno llegó, incluso, en el asedio a Barcelona a bombardear la ciudad lanzando, desde catapultas, almajaneques y maganeles, cabezas cortadas de cristianos como proyectiles. Cheposo y altivo, Almanzor, el azote de Dios, ordenaba a sus emasculadores que, con las pinzas de Burdizzo, convirtieran en eunucos a los cautivos capturados en sus aceifas contra la Cristiandad.
Narra Isabel San Sebastián la entrada de Almanzor a lomos de su caballo blanco en la basílica de Santiago Apóstol, la humillación de los cristianos y el incendio de Compostela. El caudillo musulmán decidió además que, a hombros de los cautivos, se trasladaran las campanas catedralicias hasta Córdoba para transformarlas en lámparas que iluminaran con el saín animal el interior de la mezquita. Los cascos del caballo de Almanzor, “cuatro sollozos de plata”, caracolearon sobre los mármoles y los bronces viejos de la iglesia compostelana. Entre los cristianos esclavizados está Tiago, obligado a abandonar a su esposa Mencía, que espera un hijo.
Los dos enamorados viven, cada uno por su lado, las más diversas y a veces atroces peripecias. Mencía, peregrina por caminos embarrados, en busca de las montañas asturianas, da a luz a su hijo Ramiro en un convento escondido y, sin olvidar nunca a Tiago, termina en una situación inesperada. Tiago, por su parte, llega devastado a Córdoba, funde las campanas dela basílica de Santiago, las convierte en lámparas para la mezquita cordobesa y vive como un esclavo hasta que, siempre pensando en Mencía, decide matar a Almanzor y casi lo consigue cuando se abalanza sobre el caudillo musulmán cuchillo en mano.
Isabel San Sebastián, tras dejar que el lector vislumbre el encuentro entre los dos enamorados, resiste a la tentación del final feliz y escribe una extraordinaria novela de sólida arquitectura argumental, escritura transparente, profundidad psicológica, sólida cimentación literaria e interés que no decae en ningún momento, además de reflejar la España del año 1000 a través de un desbordante equipaje de cultura histórica en el que no falta la alusión a los amores de Almanzor con Subh, la sayyida, favorita del Califa. A la novela apenas le he encontrado un defecto: en los diálogos, todos hablan igual, con sintaxis correcta y cultura expresiva, desde Tiago el herrero hasta Aurelius el pescador normando; desde el fraile Martin hasta el amín Mahmud; desde el aristócrata Rodrigo de Astorga hasta el pastor Benjamín; desde la liberta manumitida Mencía hasta la condesa Emelinda. Se trata de una cuestión menor a dominar en las próximas obras de esta novelista excepcional, Isabel San Sebastián, que, desde su insobornable independencia literaria, está arrollando con el reiterado éxito de sus relatos históricos.
Mantengo vivo el recuerdo de La visigoda, la novela que la consagró con aquella Aldana, “un chorro de sangre joven bajo un pedazo de piel fresca”, entregada a Abderramán que piensa: “Un calor de palmeras en mis sienes cuando me miras y mi boca tiene el clima del desierto”.