Raúl del Pozo escribe, letra a letra, con palabras de hierro y rosas, la agonía del periodismo nuestro de cada día. Enmascarado tras el antifaz de una formidable cultura literaria e histórica, lo desdeña todo. Y su desdén es un dios. Raúl del Pozo se ha instalado en la cumbre de la profesión, sobre todo cuando incendia artículos de actualidad. Los universitarios le contemplan azorados como a un maestro lejano y solo. No saben que además del Raúl corrosivo que abre heridas y no se ocupa de cicatrizarlas hay otro Raúl tierno y romántico, amigo de sus amigos y verdadero compañero del alma, compañero. Como decía Albert Camus del Cristo crucificado, “le amo porque le mataron por amar”. A Dúrsula, la protagonista de su mejor novela, que parece un personaje de William Faulkner, también la mataron por amor.
Y de la mano de seda de esta Dúrsula deshabitada me llevó un día Raúl del Pozo a presentar su novela en una tasca, entre ministros golfos, cardenales laicos, encanallados periodistas y chicas minifalderas con cámaras de televisión. “Esa que ahí ves –me dijo–, se llama María y tiene las ingles celestes y un cuchillo entre los labios”. Me pareció una frase quebrada de Francisco Umbral. O de Vicente Aleixandre con sus espadas como labios.
Ya en aquella época a Raúl del Pozo le importaban las vanidades dos cojones esmeradamente damasquinados. Y se reía, como hace ahora, del progresismo socialista, del rey y de roque, de las buenas costumbres burguesas, del orden social reinante, del Papa y su corte celestial de ángeles y arcángeles, de la Academia y sus heraldos, de las vírgenes doradas de la Costa del Sol y de otras especies extinguidas. La escritura de Raúl del Pozo está friéndose siempre en la sartén. Es incandescente y un poco puta, como Dúrsula, la espía checa de cuerpo enajenado, descubierta asesinadita veinte años después de su muerte, con el monte de Venus incorrupto. Y de pronto se han encabritado dos periodistas –Jesús Úbeda, el poeta de Aterrizaje forzoso, y Julio Valdeón, autor de Los fuegos rojos– y han ensayado una biografía de Raúl del Pozo prologada con nervio enervante por Carlos Alsina, en la que se alza como titular de portada la perrita Dana, que maneja al escritor.
El libro biográfico acumula infinidad de anécdotas malvadas, pero se equivocaría quien pensara que No le des más whisky a la perrita es una obra anecdótica. Todo lo contrario. Sus autores han sabido profundizar en la psicología bipolar de Raúl del Pozo hasta hacer daño al dejar in púribus al periodista, incluso con el relato de algunos amoríos inverosímiles. No hay una página de este libro que fatigue. Todo es interesante y desbocado. Sus autores se han elevado al escribir para alcanzar la altura del biografiado, que cierra la aventura con estas palabras implacables: “Jesús y Julio no han escrito una biografía sino una novela, maravillosamente desordenada, según ha dicho uno de los primeros lectores”. Y Raúl del Pozo, impertérrito, continúa cada día haciéndole la autopsia al cadáver político de España. Nadie como él entiende lo que está pasando, el desmoronamiento de la Transición, que reunió abrazados a los vencedores y a los vencidos de la guerra incivil, superando la España a garrotazos del cuadro cruel de Goya. Nadie como Raúl se mueve sin tropezar entre las escombreras de los edificios derruidos. Nadie como él sabe que la mediocre clase política que nos maneja y emborrona es incapaz de escuchar el graznido de los gansos del Capitolio. Desde el Templo bifronte de Jano los pocos periodistas que no le han perdido el pulso a la actualidad advierten a la ciudadanía del resplandor del incendio. Del incendio que lo abrasará todo, porque los enemigos de la libertad se encuentran ya dentro de la ciudadela de la democracia pluralista constitucional.