Loubna cree que todo es agonía, sin mezcla de consuelo. Siente odio por la vida. No ama la paz porque piensa que la guerra es la locura de Dios: el Amor. Tiene ya 53 años y para ella la poesía es el rito del lenguaje, su parte sacra. No le interesa lo justo, sí la perspectiva invertida, donde el nuevo trazo encierra un signo, un enigma, el álgebra del espíritu. No cree en la libertad de los inocentes, sino en la de los fugitivos. Siente locura por la muerte, como los samuráis del Hagakure, el libro de las hojas ocultas. Se recobra, nervio a nervio, lixiviada gracias a la oración. En busca del hueso hioides, se rodea la garganta con las dos manos. Desprecia a los adolescentes mustélidos, de glándulas anales, hipócritas, avaros y ecologistas. Piensa que la tumba será su primera casa y le invade el último silencio, porque se morirá la muerte. Roza Angélica Liddell la llama de amor viva de San Juan de la Cruz. Matando muerte, en vida la has trocado.

Loubna, cristiana, ama a Ahmed, el joven islamista. Ve en él el rostro de Dios y no puede apagar la oscuridad del resplandor. Cree, como Gilgamesh, que vive un sueño maravilloso al que acompaña el terror. Ahmed es como una hoguera que no calienta del frío. Al leer las suras del Corán, Loubna se asombra de cómo trata el libro sagrado islámico a la Virgen María. “No te entristezcas, tu Señor ha puesto un arroyo a tus pies”, le dice el ángel a María.

“Estás enamorada de Cristo”, palabras de Ahmed a Loubna, porque piensa que para ella el cristianismo no es una religión: es Amor. “Tus pies –le explica Loubna a Ahmed–, son dos estrellas. Nuestro suelo es tu cielo”. Y le ama mirándole extasiada, al adivinar nuevos bordones de su sensibilidad. Para ella el rostro de Ahmed es inevitable e infinito, hecho de materia inmaterial, hendido por fabulosas ardentías marinas. Ahmed mira a Loubna cubierta de vidas inescrutables que esculpen la dulzura heroica del propio Ahmed. Y cita un hadiz de Mahoma.

Para caminar en el interior de su amado, Loubna sabe que no hay atajos. De ahí que cocee sin herraduras en mitad del desastre. Le escribe entonces un poema de Emily Dickinson, porque hay en Ahmed, como en cualquier expresión mental de la belleza, algo profundamente mineral. Ante su imagen, arden los bosques. Ahmed y Loubna encarnan la diferencia entre el corazón y el alma. Aquel, Ahmed; esta, Loubna. Ella goza hasta el éxtasis en la depresión de sus tinieblas y cae bajo la inmensa hoz del silencio. “Con mis manos envueltas en el velo humeral te tocaré, sagrado mío”, le dice al amado lejano y solo, porque sabe que crear es un ángelus en mitad de la siembra. En el paladar de Loubna se estarcen las letras del nombre de Ahmed. Ella le acaricia sus cabellos de mármol negro , que están ondulados como un rebaño de machos cabríos apacentados por los dedos de Allah. Pero Ahmed dentellea la cabeza de Loubna y “se marcha a follar con alguna jovencita sin hechizo”, mientras ella se queda en el suelo.

Abrasada por el amor, Loubna aborrece la vida mientras lee Temor y temblor, de Kierkegaard, y se siente como en el huerto de los olivos de Bernanos. Odia este país nuestro que desdeña a místicos, eremitas y poetas, y que está abducido por la élite y la fama, “obsesionado por follarse en sus putos cócteles” a Genet, a Flaubert, a Proust, a Bresson. “Imposible que entre toda esa mierda de las alfombras rojas aparezca un nuevo Bresson porque esas alfombras deleznables, en las que el sexo forma parte de un rendimiento laboral desprovisto de religión, ignominioso, hace que esas putas alfombras rojas estén infectadas de monigotes en frac y de una caterva de furcias achicharrantes, cotorras a traque barraque, actrices codiciosas y descerebradas mamporreras, husmeadoras de cipotes influyentes…” Pero la insólita muerte de Ahmed ensombrece el juicio de Loubna hasta la explosión final.

¡Qué libro ha escrito Angélica Liddell! Guerra interior (La Uña Rota) es un asombro. No se puede escribir mejor. Liddell fractura todos los convencionalismos. Su escritura es de una belleza intensa y traspasa los límites de la vanguardia. Las metáforas son vigorosas; la sintaxis, robusta; férvidas, las anáforas; perturbadora, la adjetivación. Hacía muchos años que no disfrutaba tanto como leyendo este libro seductor que vibra entre la carne muerta y el silencio de Dios.