Los lexicógrafos estudian la ciencia del lenguaje y lo hacen, en líneas generales, de forma rigurosa y admirable. Sería injusto no reconocer su trabajo tan necesario en líneas generales. Algunas lexicógrafas, algunos lexicógrafos, sin embargo, se esfuerzan por enseñar a escribir a poetas de envergadura, a novelistas ilustres, a dramaturgos de éxito. Pero en cuanto ellas y ellos publican sus textos, lo que ofrecen al lector, en no pocas ocasiones, resulta farragoso, incluso ilegible. La literatura es la expresión de la belleza por medio de la palabra, que produce en el lector un placer puro, inmediato y desinteresado. Imposible explicar a algunas lexicógrafas, a algunos lexicógrafos, lo que eso significa. La belleza literaria nace, en no pocas ocasiones, de la quiebra de la sintaxis, de la adjetivación insólita, de los oximorones provocativos, de las metáforas que encienden la imaginación. Valle-Inclán es un ejemplo. Jorge Luis Borges, otro. El inolvidado Francisco Umbral deslumbraba al quebrar el lenguaje.
Luis Mateo Díez conoce el idioma a fondo. Es un científico del español. Pero lo que en él vibra es el alma del gran novelista. Poeta no desdeñable en Señales de humo, su creación literaria ilumina la novela de vanguardia con varias docenas de títulos que confirman y aprietan el entendimiento profundo de la vida, de esa vida intensamente vivida que ilumina la entera obra del gran escritor.
Luis Mateo Díez se quema en las brasas de agosto, se recrea en las miradas del alma, soporta la ruina del cielo, se deslumbra en el fulgor de la pobreza… Ha decidido abandonar el reino de Celama, en el que vivía literariamente desde hace muchos años, sacudido por luces y sombras.
Se adentra ahora, entre el temor y el temblor del humor surrealista, en una residencia de ancianos, en estos tiempos de virus y pandemias, con un meditado humor cervantino, Luis Mateo Díez instala al lector en El Cavernal, un decadente edificio. En él, las hermanas Clementinas cuidan de los ancianos que vagan por los corredores de la Ausencia, las escaleras del Sentimiento o el patio de la Convalecencia. Viejos, pero no decrépitos, Cabal, Candín, Cardon y Homero, también Saladino, se sinceran con el doctor Belarmo, que resulta ser un falso médico, lo que provoca la aparición de dos hilarantes policías, el inspector Tineo y el comisario Lamento. La imaginación de Luis Mateo Díez trama una serie de peripecias vertebradas por el sentido del humor, y encuadradas todas ellas en la sólida arquitectura literaria que robustece esta novela singular, Los ancianos siderales (Galaxia Gutenberg).
Con un cuidado lenguaje y unas imágenes de impacto surrealista –sobre el Cavernal de Breza, lo que cae de las nubes son harapos– Luis Mateo Díez desarrolla una obra de gran belleza literaria, profundamente herida por un pensamiento de vanguardia todavía sin cicatrizar. Los ancianos siderales han hecho disfrutar mucho, a veces hasta la emoción, a veces hasta la carcajada, a este viejo lector que ha disfrutado de la vida a bibliotecas llenas y la sigue consumiendo entre libros y periódicos, cada vez más alejado del mundanal ruido. Con esta obra, Luis Mateo Díez se ha consolidado como uno de los novelistas verdaderamente grandes del último medio siglo. Ocupa con todo merecimiento un sillón en la Real Academia Española y me siento satisfecho de haberle votado en su día y de mantener por él, semana tras semana, una admiración creciente. Los ancianos siderales, en fin, se lee como se contempla un cuadro de Giorgio de Chirico o una creación de René Magritte.