La poesía se ha alzado en los últimos meses sobre un nombre internacional: Amanda Gorman. Se trata de una mujer educada en la Universidad de Harvard. Defensora de los derechos humanos, activista intensa, razonadora feminista, su libro The One for Whom Food is not Enough la instaló en la primera línea lírica de la vanguardia estadounidense. Fue elegida para intervenir en la investidura del presidente Joe Biden. Su poema The Hill We Climb, La montaña que escalamos, dio la vuelta al mundo. Amanda Gorman nació en Los Ángeles. Tiene 23 años y como Aimé Césaire, como Léopold Sédar Senghor, como Maya Angelou, la enorgullece pertenecer a la raza negra. “La coreografía de mi boca -escribe– es de África”. Nombrada National Youth Poet Laureata, fichada en ceremonias de la Super Bowl americana, vino a España para estudiarla poesía de Federico García Lorca, rendida ante los Sonetos del amor oscuro, “montaña celestial de angustia erguida”. Amanda Gorman se recrea “en la palabra, en la miel agria y dulce del lenguaje”. Disfruta “de las pálidas y amarillentas hojas de los libros olvidados”. A veces la palabra, el verbo, se le hace carne y lo escupe de la boca. Ama el nervio de Langston Hughes, la armonía de Arna Bontemps, la profundidad de Mari Evans. Como la neoyorquina de Harlem, Audre Lorde, en Carbón, celebra su negritud, aunque no se define, según hizo la autora de El unicornio negro, como poeta feminista, lesbiana y negra. “Soy una chica negra flaca, descendiente de esclavos, criada por una madre soltera”, escribe. Lo que caracteriza a Amanda, al margen de los debates, es la independencia de juicio y la atención a la belleza literaria.
Adora Amanda Gorman “la sangre de ébano del bolígrafo” y “el baile de la tinta y el papel”. La pubertad le trajo “dos frutas recién cultivadas en mi pecho”. Conoce la dureza vital de “una chica negra en Los Ángeles” y se refugia en Maya Angelou, que vivió para defender los derechos fundamentales en Estados Unidos y enseñó a Amanda, por qué canta un pájaro enjaulado. Se entristece la poeta, deja entonces que Maya “ascienda por la escalada de mi lengua” y “balbucea al silencio”, habla con el silencio.
No cree ya la jovencísima Amanda en “los sermones de la esperanza”. Perdió la fe cuando vio “la tristeza y el hambre pasear por los pliegues demacrados del rosto de un niño”. Tampoco cree la poeta en la bondad y por eso convirtió su fe rota en la única esperanza: la de la resurrección. Contempla “los cuerpos de los jóvenes negros desplomados” que se derrumban en “la acera ensangrentada de mi mente”. Pero rechaza a “los hombres que se tornan en demonios danzantes, aullando el dialecto de la muerte”. Como Senghor tenderá la mano a los versos de Pablo Neruda: “…déjame hundir las manos que regresan a tu maternidad, a tu transcurso, río de razas, patria de raíces, tu ancho rumor, tu lámina salvaje, viene de donde vengo, de las pobres y altivas soledades, de un secreto como una sangre, de una silenciosa madre de arcilla”. Sartre se rindió en su Orfeo negro a la poesía de la negritud y a Amanda Gorman le gusta vivir en la noche africana, “mi negra noche, mística y clara, y negra, y llena de brillo”, que vibra como un frenesí de fruta fresca, como la llama de una hoguera.
Sabe Amanda Gorman que la poesía “es un destello que no se encuentra en el diamante o el rocío”. Estamos en “el amanecer de mil millones de haces radiantes” y ella se siente como la niña que sueña con “el camino de los astros, pero no puede apagar esa llama mía a la voluntad de su juego”.
Y retorna a Lorca, a “la solitaria rosa de su aliento”, mientras caen “las hojas de su otoño enajenado” y “rasga los versos, tigre y paloma sobre su cintura, en duelo de mordiscos y azucenas”.