Apenas tenía doce años y escribía ya versos turbadores: “¿Por qué la vida es vivir, si Dios parece muerto?”. Asombraba la adolescente a Pere Gimferrer, el poeta inmenso que ganará en catalán para España el Premio Nobel de Literatura. La niña presentía la muerte de su madre, la inolvidada Ernestina Pasch. Leticia derramaba lágrimas como versos, espadas como labios: “Me pregunto qué será de ti, cómo serás sin mí”, porque “cuando mueras, muero contigo”.
La joven Ybarra ha cargado ya sobre sus hombros la última vanguardia hermética. He leído su nuevo libro Fantasmita eres pegamento (Caniche Editorial) con algún desconcierto y mucho asombro. Acosada por el temor y el temblor de los
dioses extinguidos, la poeta se da cuenta de que en lo hondo del río hay una rosa y que allí está ella, en esa rosa. Se esfuerza por sacar de los Hades a Eurídice, la que tenía en los ojos los puñales de Orfeo y en el tobillo el diente atroz de la serpiente. Llena entonces de cemento las orejas de la amada inmóvil para que no se le escape el alma. Y cortada ya la cabeza de Orfeo, que flotaba entre hilos de oro, sigue cantando a Eurídice.
“Mi madre murió y me quedé muy triste”, escribe Leticia Ybarra. Se le aparecía Ernestina en sueños para desvanecerse cuando le acariciaba la cabeza y le daba a luz como a una novia. "Fantasmita –escribe– eres pegamento, pegas un sueño con otro”. La poeta se pierde en los turbios laberintos bajo la mirada de un fauno altivo. Sabe, como Violeta Parra, que cuando muere la carne, el alma busca su sitio porque el dragón sube y baja por las cuerdas vocales. Lejos de la celda y de Olybrios mantiene el fuego en la garganta. Margarita de Antioquía supo quebrar al dragón mientras volaban los pedazos del cuerpo de su madre. El onirismo atrapa a la poeta y su poesía se hace lejana e insólita porque apenas hay condena del momento presente por el bien del pasado, con destellos al carpe diem de la oda de Horacio a Leuconia. Y mientras sale el sol ya arden las candelillas dobladas y las argizaiolas en espiral.
A través de la vela de sus manos, la poeta se enamora del calor que la enciende, mientras canta el ruiseñor, y llora: con el pico recoge la hoja, con la hoja recoge la flor. Explosiona el surrealismo cuando Leticia Ybarra escribe dentro de una uva. Afirma la poeta que no tiene la lengua enredada en la oreja del amor en vilo. Tiembla el ojo de cansancio y el aliento lírico se adensa en el delirio vanguardista de la poeta que balbucea bajo la luz de un mundo que se va. Al final del bosque hay un arbusto y está en llamas.
No se habla soltando el sol, escribe Leticia Ybarra y, como Kafka en su metamorfosis, descubre que los ojos de su compañera están hechos de escarabajos, solo escarabajos, nada más que escarabajos, escarabajos. Según la poeta, el misterio no ocurre en la oscuridad sino en el exceso de luz. Estalla en mil pedazos la lápida de Lázaro porque el paraíso ha demostrado ser insostenible. Los bordes dentados de sus pensamientos devuelven a la poeta a la niñez, a la canción de las hadas que eran las almas de los muertos.
“En la tripa, mi hermana melliza y yo nos dejábamos llevar por las mareas”, escribe Leticia Ybarra. Y los hilos de plata se le escapan enterrados. Explica entonces que en el País Vasco, en Deba, se oye decir que en la palma de la mano tenemos la letra M, y en el pie la S, que quiere decir Muerte Segura. Sin esperanzas del “Levántate y anda”, ella, la poeta rasgada de temores y desamores, arde por el bien del fuego, entre los versos infinitos y la vanguardia de su poesía abstracta.