Rodrigo García, Gabo y Mercedes: una despedida
Gabo escribió sobre la piel siempre nueva de Mercedes la más bella, la más tenaz, la más insondable historia de amor de los últimos cien años de soledad. Me ha emocionado leer el libro en el que Rodrigo, hijo de Gabriel García Márquez y de Mercedes Barcha, se ha referido a los últimos años del autor de El amor en los tiempos del cólera. Entreverado el texto con citas del Premio Nobel, así como de fotografías desconocidas, el temblor filial desgarra cada página.
“Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”, le decía el padre al hijo. Y añadía: “Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”. Gabo y Mercedes: una despedida (Random House) es una joya literaria, un libro clave si se quiere estudiar humanamente quién fue, cómo fue, Gabo.
Alguna vez he contado que tuve la suerte de contratar para la colaboración en Efe, durante los años en que presidí la agencia, a cuatro escritores que ganaron después el Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, Vargas Llosa, Cela y Gabriel García Márquez.
Los cuatro se incorporaron al ABC verdadero, cuando asumí su dirección. Paz y Cela, de forma permanente; Vargas Llosa, hasta que fue seducido por Carmen Balcells y se mudó a otra casa; García Márquez, de forma esporádica. Paz y Cela fueron premio Cavia después de ganar el Nobel; Vargas Llosa, antes.
Gabo defendía siempre a sus amigos. Invitados él, Mercedes y yo por Jesús Aguirre a una cena en Mayte, el autor de Crónica de una muerte anunciada se mostró preocupadísimo por la suerte de su amigo Haroldo Conti, preso en la Argentina de Videla. Me pidió que averiguara su situación. Viajé a Buenos Aires, con motivo de su IV centenario, en el séquito de la Reina, junto a Dámaso Alonso, Luis Rosales y Zamora Vicente. Asistí a un desayuno de media docena de personas en la Casa Rosada, con Doña Sofía y el dictador. Le pedí a la Reina que se interesara por la situación de Haroldo Conti y de Alicia Eguren, autora de Aquí, entre magras espigas. Al concluir el café, Videla nos informó de que tanto Conti como Alicia no estaban desaparecidos sino muertos. Gabo se hizo eco del asesinato en un artículo en El País y tuvo la generosidad de agradecer mi gestión.
La atención del escritor hacia sus amigos, por cierto, no conocía límites. Recibí una información precisa de que el corresponsal de Efe en Nicaragua, Filadelfo Martínez, sería asesinado por la guerrilla al llegar al aeropuerto. No pude contactar con él. Llamé a García Márquez, que habló con el comandante Cero y apenas tres horas después me telefoneó para decirme que todo estaba arreglado. El autor de Memoria de mis putas tristes le salvó la vida a aquel periodista de agencia que cabalgaba a galope sobre la noticia. Gabo sentía la profesión y fue un formidable articulista.
Recuerdo ahora las inacabables conversaciones con el novelista en la agencia Efe de México, los encuentros en España, la larga charla en Zacatecas cuando quería transformar la ortografía y el director de la Real Academia Española le persuadió en Madrid de que aquello era un error. Ni a él ni a Oswaldo Guayasamín les reproché nunca su devoción por Fidel Castro. Cada uno tiene derecho a pensar como le plazca. Gabo, que hablaba de la pasión y otros demonios, estrenó en Madrid Diatriba de amor contra un hombre sentado. Ana Belén, mi inolvidada Ana Belén, mi admirada Caperucita Roja, puede explicar el sentido de aquella comedia excepcional.
El sillón que ocupo en la Real Academia Española corresponde a la letra ñ. García Márquez escribió: “La ñ no es una antigualla arqueológica, sino todo lo contrario, un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras al expresar con una sola letra un sonido que en otras lenguas sigue expresándose con dos”. Rodrigo García, en fin, ha escrito un libro emocionado sobre los tiempos últimos de un genio de la literatura cuando se adentraba en la oscura penumbra del más allá.