Todavía no han cicatrizado sus versos. Todavía permanece en ellos el éxtasis convulso de la ebriedad, el vértigo de los crepúsculos melancólicos. Pero el poeta grande le ha puesto los cuernos a su amada inmóvil y se ha fugado de casa con una novela Buena mar (Alfaguara) que abrasa la avidez de las heridas, que canta el júbilo de la ceniza.
“Abre tus ojos, Marta, que quiero escuchar el mar”. Antonio Lucas le escupe en la mano a Lope y se embarca en Castletownbere, en un arrastrero con once marineros, cinco gallegos y seis africanos, para adentrarse en las aguas del Gran Sol, es decir, en las olas emborrascadas del pánico y del llanto, según explica Manuel Llorente.
Y “el mar no sabe nada no quiere saber nada. El mar es una lágrima tan grande como el mar”. En látigo de espumas, le nacen azucenas, jardín sobre las olas de frágil brevedad, y el poeta, asediado por el peligro, malherido por el miedo, se refugia en las páginas de la novela para reflexionar sobre la oscura herida del alma. Reaparece en él la enhiesta flecha de los sueños, la fragancia del náufrago de las ideas, el límite de los espejos desgastados, la voz con la que gime la llama de amor viva.
Buena mar no parece una primera novela. Su arquitectura es sólida y roza la vanguardia. Los diálogos están vivos. Los personajes, psicológicamente escudriñados. La sintaxis, impecable. Y deslumbra la ambientación. Pero lo que distingue a esta extraordinaria novela es una prosa poética que todo lo envuelve, que lo matiza todo, que todo lo enciende. Antonio Lucas se encuentra hoy sólidamente instalado entre los diez mejores poetas españoles vivos. Y se adentra en la novela, firme el pulso, erizada la capacidad narrativa, desde un periodismo vital y ávido. “Solo algunas emociones –escribe– se mantienen intactas, casi originales, por dentro y por fuera. La soledad es una de ellas. También el odio, el miedo y el amor. De ahí sale todo”. De ahí sale esta novela que alcanzará un preocupante éxito comercial. Preocupante porque Antonio Lucas es, antes que nada, un poeta que emprendió hace veinte años “el largo viaje de la soledad desnuda”, el poeta que escribía en el rasguño de las madrugadas versos todavía sin cicatrizar tal y como he dicho al abrir este artículo. Hace ya muchos años me referí a Antonio Lucas como el poeta del desengaño, como el poeta azul de la tristeza. “Ceñido al desencuentro –escribí entonces– acepta Lucas el destino de ser el eco de las sombras, el soñar en la nada de Ungaretti, el no saber adónde vamos ni de dónde venimos rubeniano, el lamento de Hierro, qué más da que la nada fuera nada, si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada”. Antonio Lucas tiene delante de él a los cien pájaros volando sobre el agua, sobre el pulso de la luz indecisa y el rumor de los siglos devastados, porque la vida es solo tránsito y ventana.
Desde tierra, según el poeta, hoy novelista, las historias del mar resultan enigmáticas, poderosas, heroicas. Desde el mar, los asuntos de tierra parecen insignificantes y venenosos. El Carrumeiro se arrastra todavía sobre las olas, pero el novelista regresa a casa. Ha aprendido que al mar se le obedece y luego él premia o humilla. Por las manos encalladas de sus once compañeros, él ha surcado el Gran Sol, enjaulados los ojos, azotado el rostro por la resignación. El poeta, en fin, el novelista nuevo y liminar sabe que en el barco se aprende a ignorar, a recordar con agonía, a que el nombre de Laura, la amada lejana y sola, no retumbe como una culpa o una herida. Nada le importa ya al prisionero del agua. Solo quiere estudiar la jácara de las gaviotas.