Me invitó Emilio García Gómez, embajador de España en Turquía y acreditado en Kabul, a que le acompañara durante su estancia en Afganistán con la promesa de que visitaríamos los budas de Bamiyán. Era el año 1965. Todavía resistía en el país la Monarquía. Guardo los mejores recuerdos culturales de aquel viaje junto al inolvidado escritor sabio, penetrante historiador además, arabista indiscutido, académico de la Real Academia Española.

Tras un paseo por los jardines de Rishkor, me pidió que le acompañara a una recepción en Karezmir, una de las residencias del Rey. Aquel “palacio” era un poco cutre, la verdad, repleto eso sí de criados, ujieres, militares y chambelanes vestidos de cangrejos. El Rey Mohamed Zahir, que hablaba en francés a los extranjeros, me pareció jovencísimo, estos orientales engañan siempre. Tenía ya los cincuenta. Una revuelta de palacio encabezada por su primo instaló al Monarca en el exilio en 1973. Se destruyó la estabilidad en Afganistán.

Por cierto, que el embajador me llevó en su coche por una carretera atroz a ver los budas de Bamiyán, gigantescas esculturas grecobudistas, esculpidas en la roca arenisca. En el año 2001 los talibanes dinamitaron las esculturas del siglo V.

El poeta se estremece porque sabe que mañana el mundo se habrá olvidado de Kabul

Así que he leído con interés el libro de poesía Kabul, crónica de un silencio (Huerga y Fierro), escrito por José Manuel Lucía Megías en el que denuncia con aliento lírico la indiferencia general ante una nación devastada. Conforme a lo que han afirmado prestigiosos filósofos de la Historia, Estados Unidos abandonó en Afganistán el bastón del imperio que mantuvo la pax americana desde 1948.

José Manuel Lucía Megías está considerado hoy como el primer cervantista español. Los cuatro tomos que ha dedicado a la vida de Cervantes constituyen una hazaña intelectual de primer orden. Es además un excelente poeta que, entre el temor y el temblor, escribe versos de profundo calado conceptual.

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En Kabul, donde no llega el grito ni la condena, hieren los poemas. El escritor pasea por las calles de la ciudad atascadas de silencio. Contempla a las mujeres que desaparecen bajo el burka, casi sin respirar, agobiadas también por el hiyab. El silencio de las calles tirita de miedo.

Los talibanes lo arrollan todo, derramando la sangre de las niñas violadas sobre las pupilas de sus infancias rotas. El silencio ensordecedor las acompaña. Huyen hacia el aeropuerto los afganos desesperados para escapar de su tierra y del peso recordado de sus muertos. En solo unas horas todo está prohibido para las mujeres en Kabul. Y si el hermano defiende a la hermana le destrozarán los huesos y le dejarán morir en una cuneta.

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A las mujeres las reducen a la nada y les roban incluso la palabra. A Ghari, que es homosexual, sólo le queda esconder las manos bajo el chapán y disimular las miradas cómplices. A Nadia Anjuman la obligaron a renunciar a escribir y ella renunció a seguir viviendo.

El poeta se estremece porque sabe que mañana el mundo se habrá olvidado de Kabul; sabe que la sangre derramada sobre los escuálidos libros de la historia de nada sirve; sabe que nadie recordará las aguas de la libertad. La lluvia sorda y azul del burka se derrumba sobre la mujer oscura, a la que no importan ya los matrimonios contratados y los vuelos de los tobillos silenciados.

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José Manuel Lucía Megías tiembla entre las sombras que le acosan. Explica que el sexo en Kabul se ha convertido en una prisión más, en el grito ahogado de un placer que no llega. Atrás quedarán los vientos sobre las piedras del desierto. A salvo los que pudieron saltar al avión, incluso en marcha, todo es desolación en la capital afgana, todo miseria y agresión.

La mujer se queda en casa, sin pensar en el orgullo derrotado, sintiendo cómo va agonizando Kabul a cada instante. Aspira a conservar la dignidad ya que no es posible conservar la vida. Desde los tiempos de Alejandro Magno la ciudad no había sido conquistada y ahora la despedazan unos miles de talibanes. Algún día habrá que volver a construir la nada por aquellos que se exiliaron en su propia tierra.

Abandona, en fin, el último soldado estadounidense el aeropuerto de Kabul sellando la cobardía de la nación poderosa. Y sólo algunos nostálgicos, algunos poetas, algunos sabios enamorados, recordarán las calles de Kabul, ese cielo donde nunca han dejado de volar las cometas.