En 1984, al recibir a Elena Quiroga en la RAE Rafael Lapesa mencionó a Pardo Bazán y Valle-Inclán. Pero a diferencia de Juan Manuel de Montenegro y el Marqués de Ulloa, Álvaro de Castro, el señor de La Sagreira que protagoniza Viento del Norte es un personaje sensible, culto y complejo. Por cierto: en 2021 coincidieron el centenario luctuoso de doña Emilia con el del natalicio de Elena. Y en la novela premio Nadal de 1950 algo hay de contrafactum de Los Pazos de Ulloa, en el contrapunto entre un señor a la altura de su linaje, y no abyecto como el falso Marqués de Ulloa.
De Viento del Norte viene la inspiración de La sangre. Para el tío Enrique, el más valleinclaniano de sus personajes, la historia no la pueden escribir hombres como Álvaro, que anda enfrascado en sus estudios jacobeos, sino “los árboles, los valles, las montañas. ¿Cuántas cosas podría contar el castillo?”.
Quiroga fue una novelista sin lastres, abierta a influencias diversas a través de sus lecturas. Se han apreciado en ella elementos de referencia internacional que la hacen singular
Pero el narrador es aquí un roble centenario que observa la vida de los señores del Castelo. Elena Quiroga juega con el perspectivismo que se circunscribe a una visión singular. Este tamiz sorprende cuando viene de enfoques insólitos,como un perro en Flush de Virginia Wolf, o el edificio de la calle Florida en La casa de Mugica Láinez.
Elena Quiroga, un poco mayor que Carmen Martín Gaite o Ana María Matute, vivió la guerra desde otra perspectiva que la “generación del medio siglo”. No participó de sus círculos, no colaboró en sus revistas junto a los Sánchez Ferlosio, Aldecoa, Juan Goytisolo, Fernández Santos, Medardo Fraile... Fue escritora autodidacta y autónoma, lo que redundó en una falta de proyección que el arropamiento generacional le hubiese facilitado. Precisamente por esto, fue una novelista sin lastres, abierta a influencias diversas a través de sus lecturas. Así, se han apreciado en ella elementos de referencia internacional que la hacen singular.
Luego, Tristura y Escribo tu nombre tratan de la infancia y adolescencia de Tadea Vázquez, la protagonista, hasta junio de 1936. Es entonces cuando la muchacha deja el internado con una sensación de vacío que se refleja mediante la palabra que Carmen Laforet pusiera en el título de Nada.
Frente al doble universo opresivo de la familia y el colegio, Elena Quiroga contrapone el concepto al que alude el título Escribo tu nombre, precedido por este envío: “TODOS VOSOTROS, mis amigos, los jóvenes universitarios inquietos y limpios, creadores de vuestro propio mundo y coautores del que viviréis mañana”. A lo que se añade: “Y, a través de este mundo creado, tan nuestro como el propio, nuestra insaciada pasión por la primera y última dignidad del hombre. Os estoy hablando de libertad”. Se enlaza así con el famoso poema que Paul Éluard incluye en su libro de 1942 Poésie et liberté. La Tadea interna en un colegio de monjas escribe también libertad “en la esquina de mi cuaderno”.
La valoración más justa de Elena Quiroga ha sido la de María Elena Bravo en su libro sobre Faulkner en España. Phyllis Zatlin, por su parte, la cita a propósito de su lectura de Santuario: “encontré en esta novela un mundo cerrado y lleno de melodía. Una manera nueva de escribir que ha quedado ya para siempre”.
En Escribo tu nombre, cuando la muchacha llega a la casa familiar, “al empujar la puerta me encontré infinitamente a gusto: mi cuarto, algo mío, profundamente mío, mi cama estrecha, mi cómoda, mi lavabo (..) un mundo propio, íntimo, una entraña cálida”. Resuenan aquí los ecos de uno de los ensayos clásicos del feminismo, A Room of Once’s Own, que Virginia Woolf escribió en el año 1929 y Jorge Luis Borges tradujo como Un cuarto propio.