En Vidas escritas, Javier Marías se ocupa de poetas y novelistas como si fuesen personajes literarios, lo cual rinde cabal tributo a un autor. Al abordar a Nabokov, habla del exilio que determinó su vida y lo llevó a pasar del ruso a la lengua inglesa que dominó con virtuosismo. Esa transfiguración le permitió escribir Lolita, retrato simultáneo de la vida diaria americana y de la sofisticada decadencia de un profesor europeo.
Con la Revolución de Octubre, Nabokov perdió la fortuna de su familia. Aunque detestaba la tiranía soviética, aceptó el exilio sin mayores quejas y supo prescindir de los lujos que hubiera podido heredar. En su libro autobiográfico Habla, memoria, recordó su infancia con emocionado lirismo, sin dejos de amargura.
El exilio lo convirtió en un sedentario provisional. Vivía en casas alquiladas a profesores que dejaban Estados Unidos durante un sabático. Después del éxito de Lolita, se pudo consagrar a la escritura y regresó a Europa, pero no se instaló en un sitio de su propiedad, sino en un hotel de Montreux. El emigrado seguía de paso. Su patria más genuina era una condición mental conservada con orgullo.
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Al retratarlo, Marías se detiene en un detalle singular. Entre las cosas que Nabokov dejó atrás se encontraban las cartas de Tamara, la novia que no volvería a ver. Algunas de esas misivas ni siquiera fueron abiertas, pues no llegaron a manos del destinatario. Poco dado a las expansiones románticas, el autor de Ada o el ardor se refirió en forma tangencial a sus amoríos de juventud y consagró el resto de su vida a Véra, la omnipresente esposa a quien dedicó todos sus libros y que lo acompañó en cada clase de literatura y en sus coloridas cacerías de mariposas.
Ignoramos el peso real que las misivas extraviadas tuvieron en el ánimo de Nabokov. Sin embargo, al tratarlo como personaje, Marías otorga especial relieve a los mensajes que Tamara mandaba a Crimea cuando su novio ya no estaba ahí. Es posible que esa escena defina con mayor fuerza a quien la narra que a quien la protagonizó.
Es posible que Javier Marías se interesara en las cartas de amor que Nabokov perdió en Rusia porque estaba ante una actividad en extinción
Marías publicó Vidas escritas en 1992, cuando el género epistolar desaparecía y era sustituido por el fax. Poco después, me hice cargo de La Jornada Semanal y él aceptó publicar una columna con nosotros. Se negó a cobrar y su única exigencia fue recibir ejemplares del suplemento. Por desgracia, esa magra recompensa no siempre le llegaba, pues el correo mexicano no es una certeza sino una conjetura. Por caprichos del destino, y para nuestra vergüenza, sus quejas eran traídas por los carteros con una puntualidad que nunca alcanzaban nuestros envíos.
Marías sobrellevó el asunto con resignado afecto y nos seguimos carteando a ritmo de ruleta rusa. La comunicación por fax resultaba más segura, pero su mecanizada velocidad obligaba a asumir un tono práctico. Aunque las misivas se perdían o retrasaban, preferimos mantener un trato que comenzaba a ser arcaico.
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El género epistolar tenía la insólita virtud de conocer al lector; el remitente ejercía una escritura individual para satisfacer las curiosidades y manías del destinatario.
Si el texto funcionaba, había respuesta. La llegada del sobre anhelado obligaba a elegir un buen sitio para abrirlo y otro para atesorarlo. Con el tiempo, las correspondencias se convertían en reservas emocionales. Al revisar cartas de mi familia, encuentro pasajes desleídos por las lágrimas de quienes los leyeron antes que yo.
Es posible que Marías se interesara tanto en las cartas de amor que Nabokov perdió en Rusia porque estaba ante una actividad en extinción. Mientras él narraba vidas ajenas, desaparecía un género de insustituible intimidad, el único que no concluía con una firma, sino con los labios que sellaban la misiva.