"Entonces, ¿dónde te ves de aquí a cinco años?", le pregunta su jefa a mi amiga Noelia en la evaluación individual de su empresa. Noelia dice que le gusta su puesto de trabajo, que hace tan solo unos meses que llegó a la empresa y que está contenta pero que no se ha planteado cuál puede ser ese próximo paso. No está pensando en ascender.
Ella le cuenta todo eso a su jefa y unos días más tarde, en el resumen de la evaluación, junto con una puntuación brillante por su buen trabajo, Noelia lee que "la trabajadora expresa su voluntad de querer ascender dentro del organigrama de la empresa". "No sé, tía", me dice, "yo no dije nada de eso, pero creo que les cuesta entender que yo no quiera pasar a ocupar el puesto de alguno de mis jefes, que a mí lo que me llena es el trabajo que tengo ahora".
¿Es necesario siempre ascender? Cuando Noelia me cuenta esto le damos vueltas a si es posible que haya una brecha generacional en la percepción que tenemos los jóvenes del trabajo y la que tienen quienes ahora ocupan la mayoría de puestos de responsabilidad en empresas e instituciones. ¿Es incuestionable que trabajadores como Noelia, con una buena formación, buena comprensión de su sector y disciplina laboral tengan, por fuerza, que querer ascender?
Existe una presión por ser mejores y parece que ese mejorar solo puede llevar hacia un sitio: arriba. "No soy la única que piensa esto", me dice Noelia, "pero parece que tenemos que fingir que queremos ser nuestras jefas o jefes". Me pregunto por qué valoramos más el tipo de ambición que motiva a alguien a querer y conseguir ascender, y no tanto la que hace que personas como Noelia quieran disfrutar de su trabajo, seguir aprendiendo dentro del mismo puesto y el mismo ámbito y poco a poco hacerlo lo mejor posible.
¿No puede existir, acaso, una suerte de ambición horizontal? ¿Siempre tenemos que subir? Lo peor de todo esto, me cuenta Noelia, es sentir que precisamente por querer permanecer en tu puesto de trabajo la empresa te valorará menos.
En medio de la vertiginosa vorágine laboral y social, ¿no es aspirar a una vida tranquila la ambición más desmedida que podemos tener?
"Esta ambición desmedida por las mujeres, la pasta y los focos me está quitando la vida muy poquito a poquito a poco", canta C. Tangana en su canción "Un Veneno" (un temazo, por cierto). Mi amiga Noelia no tiene ambición por la pasta y los focos (por las mujeres quizás un poco), pero sí ambiciona algo que me repite constantemente: "una vida tranquila". Según ella, esa vida tranquila pasa por no estar pensando constantemente en cuál será su próximo gran salto laboral, a pesar de las presiones por parte de sus jefes.
Qué entendemos por una vida tranquila y por qué muchas personas de mi generación la tenemos como objetivo es algo que últimamente escucho debatir en terrazas, antros y cafeterías. Hoy en día, en medio de la vertiginosa vorágine laboral y social, ¿no es aspirar a una vida tranquila la ambición más desmedida que podemos tener? Estas cuestiones las comentábamos hace años en clase de Ética Aplicada con el profesor Jorge Riechmann. Nos preguntábamos, como han hecho otros tantos (aspirantes a) filósofos a lo largo de la historia, en qué consiste para los seres humanos el vivir bien.
De aquellas clases surgieron algunas ideas que se me quedaron clavadas: vivir bien no consiste solo en conseguir más y más; también debemos "desactivar ese mecanismo de desvalorización de lo que se logra". Riechmann citaba al hilo de esto unas coplas de Enrique Morente que haríamos bien en recordar: "Deseando una cosa / parece un mundo / luego que se consigue / tan solo es humo". Reivindiquemos el derecho a una vida tranquila.