El escritor Lev Nikoláievich Tolstói, conocido en nuestra cultura como León Tolstói, nació en una noble familia rusa un nueve de septiembre de 1828. Sus padres, los Condes de Volkónskaya, fallecieron repentinamente, dejando huérfanos a cinco pequeños que fueron recogidos por su tía en la ciudad de Kazán. Quizás fruto de una infancia incierta Tolstói escribe en su famosa obra Ana Karenina que “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”.

Cuentan que un día su hermano mayor Dmitry le propuso un reto que un siglo después sería estudiado en la Facultad de Psicología. Dmitry ordenó a su hermano León que se sentase en uno de los sillones de su noble casa y le instó a permanecer allí hasta dejar de pensar en un oso polar blanco.

El joven Tolstói permaneció en la butaca durante horas, enfrentándose al desafío de los pensamientos obsesivos. Intentar suprimir un pensamiento es una batalla perdida. Así lo experimentó Tolstói y lo corrobora la psicología experimental.

Según la investigadora en neurociencia Kalina Christoff podríamos distinguir dos tipos de pensamiento. Por una parte están los pensamientos dirigidos voluntariamente, construcciones elaboradas de forma consciente. Representan la gran conquista del ser humano en la evolución, que ha llegado a dar sentido hasta a nuestra existencia. Pienso, luego existo, diría Descartes. Pero, curiosamente, tendemos a pensar que toda forma de pensamiento es de esta naturaleza.

En el otro extremo están los pensamientos involuntarios, aquellos que surgen sin ser convocados y que se caracterizan por su resistencia a desaparecer. Un ejemplo de ello es el recuerdo rumiante de un conflicto reciente. Nos sorprendemos a nosotros mismos ante la imposibilidad de dejar de pensar en ello, como si fuese algo que pudiéramos hacer. O nos decepciona observar que no podemos acatar el consejo de quienes, desconsideradamente, nos ordenan dejar de pensar en algo, como si fuera algo que pudiéramos dejar de hacer. Cuanto más nos obsesionemos en reprimir un pensamiento más se fija en el cerebro.

Intentar suprimir un pensamiento es una batalla perdida. Así lo experimentó Tolstói y lo corrobora la psicología experimental

El profesor Wegner, de la Universidad de Harvard, llevó a su laboratorio la experiencia de Tolstói. Retó a un grupo de participantes a pensar sobre cualquier idea excepto en un oso polar blanco y les pidió que informasen cada vez que este pensamiento acudía a sus mentes. El oso polar blanco acababa convirtiéndose en una obsesión.

El pensamiento deliberado, cuya temática elegimos y desarrollamos de forma consciente, conlleva áreas frontales del cerebro cuyo mantenimiento supone un gran coste energético. Sin embargo, la dificultad reside en interponer este pensamiento a aquellos que irrumpen de forma involuntaria. Estos últimos surgen de redes cerebrales involucradas en los automatismos, tanto sensoriales como emocionales. Un dolor interrumpirá cualquier pensamiento por interesante que sea. De la misma forma las emociones se abren paso sin previo aviso y se instauran hasta ser atendidas.

El segundo experimento del profesor Wegner consistía en dejar unos minutos a los participantes para pensar libremente en el oso polar blanco. Después les pidió desarrollar libremente un pensamiento e informar del número de veces en las que el oso había interrumpido su pensamiento. El oso polar blanco perdió fuerza.

La obsesión se alimenta de la represión, cuyo significado en latín es castigar. No se sabe si la anécdota de Tolstói le ocurrió, en realidad, a otro escritor ruso, Fiódor Dostoievski. Sea como fuere, todos hemos vivido en nuestra piel la obsesión por algún oso polar blanco.