Cuando era solo una niña, un comino como decía mi madre, y el tiempo parecía eterno, solía pasar mis tardes en la casa de mis padres, que para mí era como un castillo. Eran días grises de otoño, en los que el aburrimiento me llevaba a inventar juegos y a soñar despierta. Entre mis mayores diversiones estaba ponerme los tacones de mi madre y caminar por el largo y brillante pasillo de parqué, imaginando ser una adulta elegante, sofisticada, alguien importante a quien todos querían conocer. Me sentía inmensa y poderosa, aunque apenas llegara a dominar esos tacones que me quedaban grandes y con los que avanzaba dando traspiés.
Antes de cada función en mi pasillo-castillo, me colaba en el baño de mis padres. Allí, con mucho sigilo, abría el tesoro más deseado y prohibido: la bolsa de maquillaje de mi madre. Con el pulso tembloroso, me pintaba los labios de rojo, ese color que mi madre reservaba para las ocasiones especiales, y de puntillas llegaba al joyero para “tomar prestado” su collar de perlas grises. Al mirarme al espejo, apenas alcanzaba a reconocerme; me veía diferente, como si el mundo dependiera de mí y de esas fantasías. Era increíble cómo, en mi imaginación, me convertía en una mujer fuerte y con el poder de decidir a quién invitar o rechazar en mi juego.
Aquel personaje que creaba cada tarde era siempre el mismo: una mujer elegante, con una personalidad deslumbrante y que, por alguna razón, causaba admiración en todos. En mis historias había algo que parecía obsesionarme, aunque aún era muy pequeña para entenderlo bien. En el fondo, soñaba con descubrir algún día qué significaba el amor verdadero, ese que dejaría de ser un simple juego para convertirse en una experiencia profunda y real.
Pasaron los años, y el juego de los tacones y las perlas quedó guardado en el cajón de los recuerdos. Dejé de necesitar aquellos accesorios para sentirme alguien especial. Ahora, sin embargo, daría cualquier cosa por volver a ser esa niña que se transformaba con solo ponerse los zapatos de su madre. Echo de menos entrar al salón y ver a mi madre sonreír, intentando reprimir la risa al verme tan arreglada (pensaba yo y hecha un payaso pensaría ella), tan diferente a su niña. Y, después, mandarme a lavar la cara y devolver cada cosa a su lugar, mientras en sus ojos veía un brillo de ternura.
Se acerca la festividad de Todos los Santos, una fecha que en mi familia siempre fue muy especial, y no puedo evitar pensar con nostalgia en esos días en que mis padres aún estaban aquí. Recuerdo el aroma de las “gachas dulces” que preparaba mi madre, el sonido de su voz hablando con sus amigas por teléfono, compartiendo recetas para la comida familiar. En aquella época, las familias se reunían para celebrar el día de Todos los Santos, y en las largas sobremesas se hablaba de los abuelos y de los tíos, de sus historias, de aquellos que ya no estaban pero que seguían vivos en nuestros recuerdos.
Es curioso cómo, cuando uno pierde a sus padres, sin importar la edad que tenga, se siente huérfano. Ya no están esas figuras que, con sus consejos y sus abrazos, te daban la seguridad de que todo estaría bien. De repente, uno desea volver a ser niña, aunque solo sea para poder abrazarlos de nuevo, para impregnarse de su perfume, del calor de su piel. Daría cualquier cosa por mirarlos a los ojos y decirles cuánto los quiero, cuánto los extraño, y lo orgullosa que estoy de llevar su apellido y sus genes.
Ser niña era tener la certeza de que siempre habría alguien para corregir tus errores y abrazarte, aunque hicieras algo mal. Era disfrutar de la inocencia, de los juegos sin límite, y, sobre todo, desear con ansias que el tiempo pasara rápido para ser mayor. Qué ironía. Ahora, que ya soy adulta, me doy cuenta de que ser niño era tener los pilares que te sustentan en la vida, aunque en aquel momento uno no fuera consciente de ello.
Hoy entiendo que ser adulto no significa enterrar a la niña que llevamos dentro. Es permitirnos, de vez en cuando, recordar esos juegos, reír sin motivo, bailar descalzas en la cocina, y soñar despiertos como cuando éramos pequeños. Es darnos el lujo de dejarnos llevar, de olvidarnos de los tacones y disfrutar de la vida desde lo simple, sin necesidad de buscar validación en las cosas ni en las personas.
Quizás la clave esté en aprender a ser adultos sin perder esa capacidad de asombro, esa alegría sencilla de cuando éramos niños. Porque al final, ser feliz no depende de ser mayor o de cumplir nuestras fantasías de adultos, sino de tener la valentía de ser, simplemente, quienes somos, con toda la inocencia y la autenticidad de nuestra niñez.