Lo confieso: no puedo con la vida. Creo que sufro un caso grave de ‘saturación por alertas contra el fraude’. Créanme si les digo que tengo sudores fríos cada vez que cojo el teléfono, cada vez que miro el correo electrónico, cada vez que compro online… Y es que, de un tiempo a esta parte, tengo la sensación de que hay riesgo de timo en todo lo que hago. No sé si serán los años, la cada vez mayor ‘virtualización’ de nuestro día a día…  ¿Les pasa lo mismo a ustedes, queridos lectores?

No se asusten aún por mi salud mental, cuando les explique qué me ha llevado a esta situación -y a escribir esta columna-  creo que me entenderán, al menos un poco. Todo comenzó hace cosa de un mes, cuando mi secadora se rompió. Quizá para alguno de ustedes sea un problema menor, sin importancia, pero en una casa como la mía, con dos niños que se ensucian como si no hubiera un mañana, créanme si les digo que la secadora es un gran apoyo logístico. Pero volviendo al tema, me sentí afortunada por que la pérdida de este electrodoméstico hubiera tenido lugar unas semanas antes del Black Friday. Libreta en mano, me metí en todas las webs posibles, apunté precios y me senté a esperar la llegada de este fantástico viernes cuajado de ofertas irresistibles. ¿El resultado? La secadora en cuestión me salía cien euros más cara que dos semanas antes y, para colmo, el ente llamado ‘algoritmo’ me lleva desde entonces acribillando con anuncios de detergente. Toca esperar a las rebajas, a ver si hay más suerte o, al menos, menos timo.

Esto no habría sido nada excepcional si no hubiera coincidido en el tiempo con mi lucha por cancelar un seguro de vivienda que nunca llegué a firmar -solo pedí información- y por anular una suscripción a un ‘club de ofertas’ del que nunca tuve noticias, pero por el que he estado pagando 12 euros al mes desde septiembre. Al parecer, un ‘sí’ marcado por defecto, inserto en el proceso de compra de unas entradas para un concierto, tiene la culpa de todo. La jugada es perfecta, te llevas las entradas y, de regalo, una suerte de ‘impuesto revolucionario’ a pagar en cómodas cuotas.

Por no hablar de los clásicos. En el último mes me han mandado por SMS dos apremios de pago por multas de la DGT, un par de avisos de un banco con el que nunca he trabajado por problemas con mi tarjeta y tres avisos de Correos sobre un paquete perdido de algo que nunca he comprado. Todos ellos, claro está, pidiéndome que pinche en un vistoso link…

¿Y qué me dicen de las cinco llamadas diarias vendiéndote de todo? ¿Les suena? La más insistente ahora es la de una supuesta empresa de recursos humanos -no se entiende muy bien la grabación- diciéndome que me han seleccionado para no sé qué empleo. Algo raro si se tiene en cuenta que llevo más de 20 años sin ‘aplicar’ -como dice la ya citada grabación- a una oferta de trabajo. Y como cada vez llaman desde un número diferente, coger el teléfono se ha convertido en un estrés, no vaya a ser que en lugar del clásico ‘dígame’ me salga un ‘sí’, me lo graben y termine comprando una multipropiedad en la Conchinchina o cualquier cosa por el estilo.

Para colmo me dice una amiga que ella ha quitado la pegatina de la familia de la parte de atrás de su coche (esa en la que aparece la silueta del padre, la madre, los tres niños y el perro con el nombre de todos debajo). Según me cuenta, la Policía Nacional ha alertado del riesgo obvio de dar demasiada información a los ‘malos’ sobre tu familia. Yo no tengo esa pegatina, pero, por si acaso, ya he quitado mi nombre del buzón.

¿Solución a este sinvivir? No sé ustedes, pero yo, de momento, no pienso coger el teléfono si no conozco el número, compraré mi nueva secadora en un comercio físico y las entradas para el próximo concierto las compraré con las gafas bien puestas. ¿Servirá para algo? Se verá.