Un hombre casi sin certezas
Soy un hombre casi sin certezas. Sólo un ramillete esencial y bien arraigado de cosas puras. Invariables y de largo alcance: perdurables. Son únicamente el principio del camino, el punto de partida, pero el resto es inestable y nebuloso, un mar abierto de incertidumbres y senderos infinitos. Contradicciones, arenas movedizas. Debe ser así esta buena costumbre de vivir, una noria de sensaciones de desasosiego y duda que va haciendo relevo, a su trantran, con las luces y esperanzas del suelo firme y el horizonte despejado. No sé, todo es raro en el corazón, universo de sueños y nostalgias, de amores y desencantos. De lluvias tormentosas y cielos maravillosamente azules. Nubosidad variable, repentes chejovianos. Vivir es sentirse perdido, nos recuerda Ortega, y en cuanto se acepta este principio natural el hombre ya empieza a encontrarse y está entonces en lo firme, así que será preciso reconocer la realidad de este mundo y sentirse en él tranquilo bajo esta condición inexcusable. Las únicas ideas verdaderas, explica el gran pensador español del siglo XX, son las ideas de los náufragos: “El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad”.
No sé si esto es un consuelo ante la volatilidad que siempre va conmigo. Ni me importa, pero sí parece una razón de ser muy extendida en el núcleo verdadero de la gente, que es lo que lleva por dentro y le remueve. El espíritu, el alma. Este remolino nos agarra y nos zarandea y nos lleva por caminos intrincados y nos pone delante de los retos y las batallas de la vida. Pero nos sentimos en medio del volcán de la incertidumbre, a merced de sus caprichos, también como una forma de estar despiertos en las peleas de los días y prepararnos así para avanzar, para crecer, para ponerle alguna clase de freno al gigantesco caos que bulle en la existencia y tocar de vez en cuando el suelo y sentir la paz. Y la belleza y el amor y algún tipo de plenitud y alegría. Sea lo que sea, en realidad todo esto da igual porque lo cierto, lo inexcusable, es que soy un hombre casi sin certezas, agarrado solo a un punto de apoyo esencial e invariable que, a ciencia cierta, me mantiene en pie y le tutea a la melancolía, y juega con ella al escondite y termina siendo una buena compañía, misteriosa, dulce, entrañable. Un punto de conexión con la tierra firme que no es una fe: es una realidad tangible y maravillosa poblada de personas, de momentos, de pasiones y de sueños.
El resto todo es efervescencia y duda. Por eso mi monumental asombro ante el gran teatro del mundo en el que todo alrededor, el ruedo social, los medios, la gente, la política, los fogonazos exteriores que llenan nuestra vida a diario, se muestran tan seguros de sí mismos en esta vida colectiva paradójicamente tan banal y prestada a la frivolidad. Líquida, insustancial, pero contundente en sus certezas aparentes y sus ideas a piñón fijo, remachadas con los clavos de la doctrina, la ideología y los particularismos. No dudar, qué enorme osadía. Lo dicho: un hombre perplejo mirando al infinito a cuestas con su incógnita.