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Jota o la elegancia serena de una despedida

7 julio, 2017 00:00

¡Qué tío! Hay que tener dos cojones muy bien puestos para despedirse de la vida de la manera serena y  elegante que lo ha hecho el inolvidable amigo Jesús Javier. Ahí está para los restos su carta de despedida de la audiencia, cerrada con esa muletilla personal e intransferible que es una media verónica digna del mejor Curro Romero: “gracias por venir hoy y volver mañana, espero”.

Claro, que Jota era un tío que lo tenía muy claro. No hacía ostentación de ello, pero nunca se achicaba para proclamar que era un hombre de fe, esa rara gracia que como el talento artístico es algo que se tiene o no se tiene. Él la tenía y con su carta de despedida ha dejado muy claro que la desesperanza que nos agobia a algunos de sus amigos no tiene nada que ver con lo que él vivía. Ya digo, que si hay  algo difícil en el teatro de la vida, es saber hacer mutis por el foro con la dignidad de un actor que, a pesar de no ser el protagonista de la comedia, siente que tiene que estar a la altura de la obra que entre todos representamos.

Jota Jota era la elegancia personificada. Y no me refiero a su vestir, siempre impecable, tan lejos de los de uno,  o sus exquisitos modales. Lo suyo era una elegancia interior que conseguía que el interlocutor más  alejado de su manera de pensar se sintiera tratado siempre muy por encima de lo que podía esperar. Nunca pude discutir con Jota. Me desarmó siempre con su mirada clara y con esa virtud de acompañar con una sonrisa franca cada palabra, y que algunos prefieren llamar inteligencia emocional. Jota era un coleccionista de amigos, porque aunque te resistieras a serlo él se empeñaba en que lo fueras, y eso lo hizo toda su vida con una elegante naturalidad que desarmaba al más reacio a entregarse a su amistad.

Alguien dijo que cuando uno se hace viejo se llora a sí mismo en los entierros de los amigos, y por eso cada entierro que se sale del escalafón natural que marca cada generación, nos golpea tan fuerte. Lloramos por nosotros mismos viendo pasar adelante a los que debían haber ido por detrás de nosotros.

Jota, como mis padres, era una persona de fe. Mis padres me enseñaron a rezar. Hace años que ante la muerte, primero de mi padre y luego de mi madre, llegué a la conclusión de que aunque yo, desgraciadamente, por mucho que me había esforzado durante años en tener fe, no la tenía, el único acto que podía hacer por ellos era rezar tal y como ellos me habían enseñado. A Jota le añado hoy a las oraciones por mis padres. Seguro que si yo le hubiera dicho que rezaría por él se habría descojonado de risa: ¡Gilipollas! ¡Eres un gilipollas y un rojo!