La resurrección de un político
A veces en la política, como en la vida, existen los milagros. Las segundas oportunidades son raras por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas, pero los refranes, como los tópicos están también para ser superados por la realidad. Adolfo Suárez Illana era un político amortizado con apenas cuarenta años. Hoy con cincuenta y cinco parece abrírsele un futuro que parecía cegado hace sólo unos puñado de años. La culpa de aquella retirada tras un estrepitoso fracaso la tuvieron Pepe Bono y él mismo. El último clavo sobre su ataúd político lo puso José María Aznar y su negativa a darle plenos poderes en Castilla-La Mancha. Del milagro de su resurrección tienen la culpa, también él mismo y Pablo Casado.
Cuentan los que le conocieron siendo un niño en Moncloa, que su padre un dudaba de su vocación política. Parecía haber nacido para ello. Sin embargo a la primera oportunidad que tuvo para demostrarlo dilapidó el capital político del padre como el hijo pródigo de la parábola evangélica. En aquella campaña autonómica del 2003, Pepe Bono se le merendó crudo con la apelación a la imagen de señorito altanero y distante que él mismo no supo contrarrestar con la naturalidad y la cercanía que se le suponía. Bono hurgó en la imagen del señorito torero que tentaba las vacas de su suegro y él hizo muy poco por llevarle la contraria, porque los asesores que le rodeaban se hacían cruces cada vez que Suárez Illana era incapaz de tirarse una hora saludando a los militantes o se negaba a coger el cucharón para servir una paella en la caseta del partido. En su descargo hay que decir que quizá le afectó la constatación, en su primer mitin con su padre, de la enfermedad cruel que marcaría su vida a partir de entonces. Luego, tras la merienda de Bono, echó la culpa a todos los demás y pretendió darle un ultimátum nada menos que al tío del bigote. La cosa se resolvió por sí misma y de forma que parecía irreversible…
Pero, paradojas de la vida, la decadencia del padre sacó a la luz lo que parecía que nadie había visto en el hijo. Una fotografía tuvo la culpa porque no hubo un solo espectador que ante ella no se sintiera conmovido por aquel “Cuéntame” en una sola imagen. Ahí apareció el mejor Adolfo Suárez y desde entonces no ha dejado de crecer, en la enfermedad, en la muerte y en la gestión de un legado, que es el legado de todos los que creemos que lo de la Transición fue algo fundamental para todos. Incluso ha sabido estar a la altura, cuando todos auguraban una tormenta familiar por la reclamación de su sobrina, hija de su hermana Mariam, del Ducado de Suárez que la lógica, que no las leyes, le parecía adjudicar.
Adolfo Suárez Illana ha resucitado, maduro, equilibrado y con la imagen y el aprendizaje que no tenía hace quince años. Pablo Casado no lo ha dudado. Es una de sus grandes apuestas.