Quien no torea el quince de agosto o el ocho de septiembre es que no torea nunca, dice el dicho taurino. Entre las dos advocaciones marianas se concentra en España el mayor número de fiestas del año. No hay pueblo que no celebre alguna de sus fiestas principales en esas fechas y tampoco, de veinte años acá, no hay pueblo, por pequeño que sea, en el que no se hayan fundado al menos media docena de peñas. Lo de las peñas es un fenómeno imparable con muchos aspectos positivos, como el de haberse convertido en el motor de las fiestas, pero también en muchos pueblos se empiezan a ver como algo que no ayuda al realce de la fiesta.

Las peñas surgieron en toda España a imitación de las de Pamplona en San Fermín: grupos de amigos y afines que hacen vida comunitaria, almorzando, comiendo, cenando y bebiendo durante una semana en sus sedes para acudir cada día a la plaza de toros, donde son el elemento principal de animación. En Pamplona sobra gente porque se produce una invasión foránea atraída por los encierros y el jolgorio día y noche. Los pamploneses tienen sus reductos y allí escapan de un marasmo que desborda cualquier previsión. Es lógico que busquen esa “intimidad”.

Las peñas cumplen cada día con San Fermín con el desfile hacia la plaza de toros y, luego, el paseo de vuelta tras la corrida. Pero en muchos pueblos pequeños la dispersión en peñas, con sedes perfectamente preparadas y abastecidas de todo lo necesario para pasar las fiestas, se ha convertido en algo que está muy lejos del espíritu de unión, encuentro y fraternidad que está en los orígenes de toda fiesta. Cada grupo vive la fiesta la mayoría del tiempo encerrado en su domicilio social, van juntos a los toros, si es que la corrección política no ha acabado con ello, y vuelven otra vez a la santa sede. Por eso no es extraño que a la hora del baile en la plaza, un acto que convocaba al pueblo entero, los músicos se encuentren en la más extraña de las soledades mientras los peñistas siguen encerrados empeñados en agotar la cuota. Y no quiero contar la desbandada que se produce en cuanto las noches de septiembre empiezan a mostrar los vientos del otoño venidero. Desolador.

Por eso, las comisiones de festejos se empeñan en buscar fórmulas contra la dispersión de la fiesta, como la instalación de kioscos propios de las peñas en las plazas donde se celebrará el baile o los concursos de “carritos de botellón” que empujen a sus miembros a salir del agujero y a dar lustre al baile de la plaza. Pero ya se sabe que, también en los pueblos, el resultado de la fiesta mayor es a veces también motivo de batalla política, y al problema de conseguir que las peñas vuelvan a la plaza del pueblo se añade la inevitable dosis de corrección política con polémicas como la de la reina de las fiestas en Olías, con alcaldesa ex del Instituto de la mujer, o la del carrito del botellón de Yepes. En fin, cosas de pueblo, con peñas en la calle o encerradas en su sede.