Se ha impuesto en el mundo de la comunicación la teoría del relato. El caso, dicen los teóricos de la cosa, es saber elaborar el relato de la realidad que se quiere imponer y luego saber venderlo. Así que el intríngulis del negocio está en tener un buen guionista y un narrador decente que te coloque el cuento. El público lo agradecerá tanto como esos niños que todas las noches esperan un relato que se saben de memoria y que cuando el padre narrador se sale del guion le rectifican y le dicen por dónde tiene que volver a coger el hilo. Los populistas de izquierdas y derechas, ante todo, son grandes elaboradores de relatos. Grandes narradores, no importa de qué. Siempre tienen algo que vender, pero ante todo siempre tienen preparado un relato con el que encantar y dormir al auditorio.
Los tiempos gloriosos de la venta de relatos parecen haber pasado con el declive de estos cuentistas, Iglesias y Cía, enraizados con la estirpe medieval de los grandes contadores de historias en los mercados o en los caminos. Pero la tentación de la elaboración del relato que encantará irremisiblemente a los oyentes, por desgracia está ya enraizada en la vida cotidiana, y no digamos en la política. Todo el mundo vende motos, pero venderlas hoy día sin relato es un imposible.
Claro, que a veces se da la circunstancia de que los espectadores que asisten al cuento del narrador hipnotizados por el sonido de flauta que le acompaña, se despiertan, se desperezan y le dicen al cuentista que se está equivocando con su relato. Nada cuadra en él, y lo que menos cuadra es la realidad que el paciente espectador percibe detrás de la música de flauta, los irreprochables argumentos y el armazón de cartón piedra de la pieza maestra.
El otro día pasó algo de eso con el relato del tren que quisieron vender a todo el que lo quisiera oír de Madrid a Lisboa, y que acabó en uno de los mayores fiascos en la venta de motos averiadas, en este caso trenes, que se haya conocido por estas tierras. La mentira elaborada desde la factoría de ficción de la Moncloa-Sánchez era tan evidente que no hubo manera de que ni siquiera los suyos, léase Fernández Vara, tragaran con el elaborado relato.
El cuento del AVE a Extremadura no coló y eso que los elementos que componían el relato y la desfachatez del narrador encargado de colocarlo parecían augurar otro de esos grandes éxitos incontestables. Que uno salga trasquilado y con el relato entre las piernas vendiendo una inauguración -que no pidiendo sangre, sudor y lágrimas al personal- es significativo del nivel “narrativo” alcanzado por la máquina de trolas que maneja este tío y del hartazgo del público que lo padece.