Uno, la verdad, estaba convencido de que Adolfo Suárez Illana hacía mucho tiempo que estaba fuera de la política activa. Es lo que nos pasa a los que andamos por provincias y solo hemos pisado el Congreso de los Diputados en visita. Los periodistas asiduos al palacio de la Carrera de San Jerónimo, me temo que tampoco le veían el pelo demasiado en los últimos tiempos. El caso es que Adolfo Suárez, al que en algún momento alguien le vio con posibilidades de triunfar en la cosa de la política, enseguida confirmó que no era lo suyo y lo hizo aquí en Castilla-La Mancha dónde sufrió el primer revolcón serio en su carrera.
A Adolfo Suárez Illana, que es un gran amante de los toros y un notable aficionado práctico, le ha ocurrido lo mismo que a tantos hijos de toreros; a la fuerza tenía que ser político y heredar el arte del padre para lidiar por esas plazas de dios y esos parlamentos del diablo. Una de esas herencias envenenadas que tanto se dan en esos dos mundos y que tanto pesan según se desarrolla la vida en el ánimo y el carácter del heredero. Sin más narices el hijo de Suárez tenía que ser político pero no hubo manera.
Se habla siempre del carisma de los líderes, que uno piensa tienen mucho que ver con la visión con que los de a pie vemos al triunfador cuando ha conseguido encaramarse al poder, pero es verdad que hay gente que nace con ese algo especial para llevarse a la gente de calle. Ya se sabe que a pesar del carisma Adolfo Suárez, el primero de la dinastía, cuando en sus últimos tiempos de la aventura fracasada del CDS no dejaba de repetir: “queredme menos y votadme más”.
Dicen los que le conocen de cerca que Adolfo Suárez Illana es una persona mucho más cercana, llana y divertida de la imagen que tiene, pero reconocen que nunca supo transmitir esas presuntas cualidades indispensables para ser un triunfador en la cosa pública. Lo que ha llegado al gran público es la imagen de un político distante, estirado, que nunca supo con el público que le debía votar y para colmo yerno de un gran terrateniente.
José María Aznar se quiso sacar un conejo de la chistera y fichó al hijo como paracaidista castellano-manchego y gran promesa dinástica, con la intención de añadir la medalla del perfil del padre al logotipo del PP. No salió nada bien, y aquella campaña de los dos Suárez, desgraciadamente, marcó la constatación del declive del padre marcado por una enfermedad que apareció dramáticamente en el mitin de Toledo y el fracaso rotundo del hijo. Los intentos posteriores de resucitar su carrera como diputado no sirvieron nada más que confirmar que esto no era lo suyo. Como tantos hijos de grandes le fallaba el corazón y la afición.
Yo prefiero recordar a ese Adolfo Suárez Illana que con una cámara fotográfica supo captar en una imagen histórica, la reconciliación de dos personajes como su padre y Juan Carlos I, fundamentales para la historia de España, pese a quien pese.