Capilla Sixtina CAPILLA SIXTINA

Entre el ayer y el mañana

16 mayo, 2017 00:00

Pertenezco a esa generación que, desde la militancia socialista, consiguió –hubo otros en la derecha, UCD, y en la izquierda, PCE–  que la transición de una dictadura a una democracia se hiciera  de manera consensuada, pacífica y modernizadora. Sabíamos del pasado, que no queríamos repetir, y añorábamos el futuro, que queríamos construir. Para conseguirlo algunos libremente nos afiliamos al PSOE, allá en los finales de la dictadura. No se trata de exhibir carnet (algunos con menos méritos lo agitan) y años de militancia no exenta de sinsabores, sino de conjurar, desde la trayectoria personal, las amenazas, graves, muy graves, que se ciernen sobre el proyecto socialista. Cuando alguien decidía afiliarse a una organización como aquella recibía, además de un carnet, la mística y la sabiduría de los viejos militantes, forjadas en las Casas del Pueblo y en los avatares de la historia de España de la primera mitad del siglo XX. Presentes y vivas se mantenían aún las experiencias de quienes se tuvieron que exiliar, huyendo de una devastación personal y colectiva total. Con ambas componentes heredadas hubo que reconstruir el PSOE pueblo a pueblo. Nadie sospechará en la actualidad lo difícil que resultó aquel trabajo. Eran muchos los miedos amontonados, muchos los recuerdos de tragedias personales y familiares. Había que intentar trasmitir que el proyecto era viejo y nuevo. Viejo, en cuanto enlazaba con lo mejor del socialismo humanista español. Nuevo, en cuanto se pretendía edificar un proyecto que sirviera para superar siglos de fracasos. Poco a poco la gente se fue incorporando a aquel proyecto de renovación. No se buscaba hacer ninguna revolución, sino cambiar una sociedad obsoleta, arcaica, envidiosa y vengativa. España empezó a transformarse.

Cada miembro de aquella generación tuvimos nuestras propias experiencias personales. Agradables algunas, desagradables otras. Militar en un partido de izquierdas no era entonces un camino de rosas. La vida en el interior era dura y bronca, no como ahora esquizofrénica, un tanto cerril y aferrada a modelos clientelares. La gestión política interna no se basaba en el aplauso, sino en la crítica permanente. Pero los acontecimientos y los brillos del poder complicaron los ideales, aguaron la mística heredada.  Llegaron otros con otras aspiraciones (muchos directamente al cargo) que emplearon las convicciones socialistas para mal. Algunos sufrimos pruebas tan duras, que invitaban abandonar el proyecto. Se podía resistir o marchar. Personalmente opte por seguir. Había que continuar defendiendo los principios de justicia, libertad e igualdad que habían impulsado a la militancia partidaria al final de la dictadura y que aún en la actualidad son necesarios. Para algunos fueron años buenos, para otros no tan buenos. Se produjeron  frustraciones, porque no siempre se ha actuado  de acuerdo a los principios éticos, no de ángeles o de santos, sino de personas con creencias socialistas. Cuando a los partidos de izquierda se les priva de principios como la integridad, la honradez, la política como servicio al ciudadano, aparecen los Macron o los Valls, para no citar a muchos de los de aquí. Y así hemos desembocado en un presente en el que se acumulan errores del pasado y  equivocaciones recientes pasan facturas.

Corren malos tiempos para la socialdemocracia. Olas conservadoras o populistas se imponen por todo el mundo. Algunos consideran que para combatir esa ola conservadora es preciso inclinarse más hacia un cierto modelo de izquierdas. Se reproduce un debate, que creíamos superado, en el seno de los socialistas. El proyecto que se defendió para España en los tiempos de la transición mantiene su vigencia, pues son numerosas las desigualdades y los problemas que aún perviven. También entonces se planteó idéntico debate. Se optó por la transformación en lugar de la revolución. La que conocíamos había fracasado y como símbolo del desastre, un muro levantado en Berlín caía por la fuerza de una universalidad arrolladora. Europa había sido el sueño de superar siglos de historias tribales durante muchos años para muchas gentes de diferente ideologías. España forma parte de esa Europa por el empeño de los socialistas. En estos momentos extraños en los que aparecen líderes personalistas; que cambian sus propuestas y sus programas en función de demandas coyunturales como si fueran productos de mercadillos; cuando una disparatada y fantasiosa conjunción de agravios interiores y rencores, acumulados durante años de militantes anónimos, hacen descansar un proyecto de izquierdas sobre la espalda de un hipotético salvador, es el momento de invocar la inicial mística socialista. La que imaginaba una sociedad de ciudadanos libres, trabajadores, honrados e inteligentes en una democracia social. Para un proyecto semejante sobran  personalismos con aires narcisistas, ambiciones particulares originadas en revanchas pasadas o recientes, gritería de viejos o nuevos agravios, gentes acomodadas a la política. Es imprescindible superar con un proyecto propio y autónomo la confusión entre lo que los militantes creen que exigen los ciudadanos y lo que en realidad demandan. Y es que los ciudadanos no sueñan con revoluciones, sino con proyectos que mantengan o mejoren sus condiciones de vida. Nada épico. Al contrario:  cotidiano, poco mediático y hasta aburrido.