Capilla Sixtina

Un Estado débil, un país paralizado

30 enero, 2018 00:00

Conocemos por la Historia los efectos destructivos del nacionalismo. Lo  vivimos en España. Ocurrió en otra época. Cuando una república, con las mejores cabezas del momento, se propuso sacar a España del atraso de milenios. La intentona secesionista de Cataluña lo complicó casi todo. El fenómeno se repite. Ahora comprobamos cómo el nacionalismo está diluyendo las propias estructuras catalanas y al país entero. En Cataluña los partidos políticos, nacionalistas o no nacionalistas, se han ido al traste. Un fenómeno que no es intrascendente, pues la democracia se fundamenta en la existencia de partidos políticos. Allí todos han entrando en crisis. Los más importantes: aquellos que colaboraron en conseguir la sustitución de la dictadura por una democracia. Convergencia y Unió se dinamitó, en parte por la corrupción de sus dirigentes. Pero también el PSC-PSOE ha perdido terreno sin que se atisben posibilidades de recuperación. Más tarde surgieron otros partidos al calor de las incertidumbres y la indignación. Su estado, sin embargo, no supera la precariedad.

Después está la sociedad. Dividida y enfrentada. Con planteamientos encontrados con lo que se corre el riesgo de infringirse heridas difíciles de cerrar. Y desde Cataluña se ha extendido al resto de España. El nacionalismo está diluyendo los valores de unidad y cooperación dentro de la diversidad de la Constitución. Está restando credibilidad a las instituciones y alterando a los partidos políticos nacionales. Ni la izquierda ni la derecha son capaces de definir un proyecto compartido de Nación. El nacionalismo está debilitando al Estado y ha paralizado la complejidad del  país. No es normal que llevemos los últimos años centrados en Cataluña, con olvido de otros elementos. Las andanzas de Puigdemont copan los informativos, los medios de comunicación y la atención de los ciudadanos. Las ambigüedades,  indefiniciones y laxitudes independentistas colocan al país en los límites del ridículo. El Gobierno de la Nación  se coloca siempre detrás de las iniciativas nacionalistas o, cuando  se adelante, recibe el varapalo del Consejo de Estado u obliga al Tribunal Constitucional a equilibrios dudosos.  

En un proceso continuo de diario desgaste, nada está exento de la disolución que esparce el nacionalismo. Ni en los peores tiempos del terrorismo de ETA, el Estado se sentía tan débil y el país se encontraba tan desorientado. Las maniobras, trampas, rotura de principios democráticos, la búsqueda por parte de los nacionalistas de la tensión permanente, la propaganda exterior están dejando al país en los huesos, mientras se pierde prestigio delante de unos ciudadanos, cada vez más distantes que, con muchos esfuerzos, apenas creen lo que están viendo. Al fenómeno se le llama circo, juegos malabares, prestidigitación, surrealismo, ceremonia del absurdo, ritos de la confusión. Lo de menos son los nombres. Lo que se revela imparable es el poder destructivo  del nacionalismo. Se autodestruyen y destruyen a los demás. Es como una diabetes colectiva. Este es el escenario real y no otro. Mientras, al margen, se quedan  elementos claves del futuro: las energías renovables, el medio ambiente, la investigación, la sostenibilidad del sistema de pensiones o de la sanidad, la transformación del modelo productivo, la accesibilidad al empleo pleno y de calidad, la redistribución de la riqueza, el combate efectivo contra las desigualdades sociales o territoriales y así sucesivamente. Ante semejante panorama, la sociedad se desmoviliza y huye hacia la apatía a la espera de un milagro que no se producirá. La deserción cívica es la incubadora de los populismos o de cualquier aventura personalista tan peligrosa como los populismos. Macron en Francia, y Trump en Estados Unidos, cada uno a su manera, son ejemplos cercanos. La cuestión es cómo superar tanta tribulación.