Cuando envidiábamos a los catalanes
Hubo un tiempo en el que envidiábamos a los catalanes. Por entonces no podíamos intuir siquiera que en realidad les robábamos. España se dividía entre catalanes, modernos, preparados, avanzados, emprendedores, europeos, y el resto, rurales, analfabetos, catetos, entretenidos con nuestros particulares demonios históricos. Sabíamos de gentes que habían emigrado desde el pueblo a Cataluña y habían prosperado. Una parte de Andalucía, Murcia, las Castillas y Extremadura se embarcaron en pateras imaginarias hacia los horizontes que despuntaban por Cataluña. Como todo emigrante buscaba nueva vida, más oportunidades. El mismo éxodo se había producido en la cruel postguerra civil hacia Francia o Alemania. La dictadura se encontraba en su apogeo. Franco y el régimen parecían eternos. Aunque eran ya una ucronía, se resistían a desparecer. Y de la pobreza y la miseria había qué salir como se pudiera.
Años más tarde los españoles, tanto los de Cataluña como del resto, los listos y los zoquetes, supieron sustituir una dictadura prolongada por una democracia homologable. Apostaron por un modelo de convivencia que acabara con los errores del pasado. Permanecían frescos en la memoria los recuerdos de quienes habían experimentado las consecuencias de una contienda civil y los errores de siglos pasados. Evitarlos y superarlos era el fin supremo al que había que sacrificar cualquier otro interés. Por eso, para los protagonistas de aquellos tiempos que aún viven, resulta difícil comprender que haya quienes cuestionan lo que se hizo. Habrá que esperar a que mueran para que se pueda inventar una Historia distinta a lo que en realidad sucedió. La ficción siempre es más sugerente que la realidad.
La envidia continuó aumentando. Y llegó a su cenit cuando, con una ingente maniobra política por medio, organizaron los Juegos Olímpicos. ¡Qué preparación! ¡Qué envidia! Hasta el pebetero de la Olimpiada se inauguró con la proeza de una flecha lanzada al viento por un arquero estratégicamente colocado. Más tarde sabríamos que aquello había sido un truco de cine, ejecutado en directo. Una metáfora entre lo que percibíamos de Cataluña y lo que en verdad era: un efecto lumínico. Nos vendieron su eficacia y su sentido de la participación y lo compramos sin rechistar. Tanto es así que sentó muy mal que el primer tren de alta velocidad (AVE) terminara en Sevilla y no en Cataluña. Recuerden, si es que pueden, los comentarios de la época. La envidia se mantenía, aunque a medida que se les trataba más de cerca, se descubría el cartón y la tramoya. No eran tan distintos a los demás. Eso sí, vendían y se vendían como si fueran oro puro. Claro, que en la proporción en que la admiración por los catalanes fue decayendo en España, se incrementó la admiración hacia sí mismos por ellos mismos. Y progresivamente de héroes envidiados mutaron en víctimas. No se les comprendía, no les entendíamos. Después llegó lo del divorcio, o el rito del cortejo que tenían que practicar los españoles. Unas tipos tan listos y tan adelantados no podían vivir con unos tipos toscos y zafios, excepto que fueran seducidos. En este proceso fue cuando descubrimos que les robábamos. ¿No habría sido al revés? Hemos desembocado en los últimos delirantes años en los que percibimos abundantes huellas del Dalí surrealista y del Dalí vendedor de su ego. Ahora, allí, todo es ficción que se puede convertir en realidad por la diferencia de escasos votos. Es un sí y un no, aunque el sí pueda ser no y el no, sí. Todo fluye, tanto y tan rápido que no hay tiempo para percibir los rasgos del problema nacionalista. Nuestra envidia antigua se ha transformado en decepción profunda. Ah, y hastío.