Leyendas de color negro
Uno de los requisitos indispensables para sentirse de izquierdas era creer a pie juntillas la Leyenda Negra de España. Para los de derechas consistía en negarla radicalmente. Ni una cosa ni otra. Hoy es aún así para muchos, a pesar de la abundante lluvia de información y conocimientos. La leyenda negra ha sido el prisma con el que unos y otros han interpretado el pasado y el presente de España. Un territorio como otro cualquiera del Continente Europeo, ni mejor ni peor, que durante siglos constituyó un Imperio. La expresión actual de “país de mierda” y otras similares hunden sus raíces en las leyendas de color negro que los competidores del imperio crearon para justificar sus actuaciones: de piratería o corso, para tapar su también leyenda negra o para declarar una guerra (Estados Unidos a España) y hacerse con el dominio de Cuba sobre la base de un sabotaje inexistente en el buque norteamericano Maine. La ambición colonial de un imperio emergente propuso una excusa, tan banal como trucada, para arrebatar un territorio colonial a un Imperio en decadencia.
La leyenda negra fue inventada en el siglo XVI por Holanda e Inglaterra. Según urgencias internas o ambiciones externas Francia se sumaba intermitentemente. La tortuosa historia del siglo XIX español contribuyó a que el invento pareciera cierto. Cada vez que conseguían el poder los conservadores, los liberales eran represaliados, expulsados o exilados del país. La pervivencia de la Inquisición o los desgarros de Carmen formaron parte de los tópicos románticos de esa leyenda. Las colonias se fueron perdiendo, imitando a los Estados Unidos en su independencia de Inglaterra. La gran expresión doliente del final del Imperio encontró acomodo intelectual y literario en la Generación del 98. Desde entonces no hemos parado de llorar por aquellas pérdidas que transformaron el Imperio en una Nación en crisis permanente. Lógicamente no se trata de comparar imperialismos ni calificar a uno mejor que otro. No existe imperialismo bueno. Lo que importa es conocer la historia propia y la ajena, con sus claroscuros y brillos, más allá de los lugares comunes que se mantienen por pereza intelectual o por incultura generalizada. O, más recientemente, por morbo mediático. Entre otras razones, porque al ignorar los acontecimientos históricos, prescindimos de un instrumento conceptual esencial para el diseño del presente y del futuro.
Que la asignatura de Historia desaparezca de los planes de estudio o se reduzca a una materia menor no ayudará a construir un presente distinto, al margen de leyendas y otros estereotipos inerciales. Tampoco ha colaborado que la Historia se haya enseñado como una acumulación de fechas, nombres o guerras sin situarlos en el contexto económico, cultural, social o político en el que sucedieron. La Historia, como la pintura, la escultura, la poesía o la narrativa, desprovistas de las circunstancias que las ocasionaron, no sirven ni para saber lo que sucedió ni para entender el propio presente. Habría que desmontar tipos, leyendas y fantasías para poder abarcar en su complejidad teórica y fáctica la Historia propia y la de los otros. No es cuestión de patriotismos, sino de disponer de un instrumento útil para el análisis de los fenómenos que ocurrieron o están ocurriendo. ¿Podemos entender, sin conocer la Historia de ese país, por qué en Estados Unidos se producen matanzas en colegios, la pervivencia de un racismo renuente y activo, o por qué los norteamericanos han elegido a Trump? Según el historiador Stanley G. Paine, “la leyenda negra ha sido invocada con más frecuencia en la Historia de España que en la de cualquier otros país occidental”. Ya, ya, no digan nada, un reaccionario o un héroe, dependerá de la posición ideológica de cada uno.