El año de la pandemia
Llegó a nosotros a comienzos de marzo, aunque sabíamos de sus efectos en Wuhan, China. Pero China caía lejos. Nos equivocamos. El virus que devastaba las ciudades chinas, terminaría devastándonos a todos. El año 2020 probablemente haya sido el año más estúpido de nuestras vidas. Un año largo, feroz. Una epidemia, como otras que ha padecido la humanidad, llamó a nuestras puertas. Como la del siglo XIV, que narrara Bárbara Tuchman, derribó las murallas entre las que nos creíamos seguros y empezó a expandirse. Saltaron los espejismos con los que la sociedad había organizado sus instituciones, sus sistemas sanitarios o educativos, sus maneras de entender lo público y lo privado. Cambiaron las formas de relacionarnos entre nosotros y con nosotros mismos. Valores, considerados humanistas, perecieron en las hogueras de la superficialidad. La pandemia y sus rastros de contagios y muertes se transformaron en espectáculo. Los mitos cotidianos, ya muy desgastados por el hiperconsumismo, se derrumbaron como columnas de una película de serie B. Ahora solo queda una difusa sensiblería infantil para que el mercado de los regalos y la comida excesiva no decaigan.
No era la Educación ni la Cultura las que nos iban a hacer más libres, más justos, más solidarios. Tampoco la Investigación a pesar de que, en menos de un año, se han construido vacunas para las que, antes, se empleaban años y más años. Descubrimos que esas creencias eran pura arqueología. Nostalgia de épocas pasadas. Ninguno de esos instrumentos ha servido para fortalecernos frente a los peligros que nos acechan. Lo que creíamos sólido ha resultado fluido como el río de Heráclito. La comprensión, la compasión o la empatía se evaporaron entre las frivolidades gregarias de sociedades incapaces de afrontar sacrificios; entre populismos de diverso cuño o entre las tinieblas de conspiraciones confusas.
Tanto ha cambiado todo que ahora lo que produce alegría o tristeza, felicidad o infelicidad no son los principios humanistas de la Ilustración, sino los bares. Si, los bares y sus bebidas. Con ellos, si se cierran por la pandemia, todo pierde sentido y propósito. En los bares se encuentra nuestra identidad, proclama un anuncio en un diario de tirada nacional. Sí no abren, las calles entristecen, la vida trascurre sin emociones. En ellos surgen los negocios, las confidencias, el amor, la traición, el odio, el alcoholismo. De ahí que se haya desembocado en una fusión de éxito. Cultura, así con mayúscula, se ha maridado con bar: “La Cultura de los bares”. Se degrada el concepto de Cultura, se maquilla con cremas y pintalabios la banalidad del presente. Sin bares no somos nadie. Sabedores de esto, los propietarios de bares, restaurantes y hoteleros se han convertido, primero, en victimas y después en influencers. Ellos establecen los ritmos y tiempos del control de la epidemia.
También se ha trasformado la relación con nosotros mismos. Confinados, hemos descubierto la incapacidad para convivir con nuestro yo o simplemente soportarnos. Necesitamos el barullo y el ruido de la masa para no sentirnos extraños. Saber de nosotros supone utilizar la introspección, la meditación. Técnicas antiguas que no practicamos. Elegimos creer que somos quienes nos dicen los medios y la propaganda. Somos, así, un producto de mercadotecnia que alimentan los mass media. Abandonemos toda ilusión de salir más fuertes o más solidarios de esta pandemia. Solo son eslóganes para que creamos lo que queremos creer. En todo caso, nos volveremos más olvidadizos. La crueldad de la realidad, a pesar de optimismos forzados, es lo que convierte a este año en un año largo, estúpido y feroz.