Ha muerto Antonio Martínez Ballesteros, el hombre que hizo de Toledo su escenario. No era un rojo radical, pero se creó en torno a su figura un halo de peligrosidad. Las obras de teatro que escribía no gustaban a los dirigentes de la época. Las obras ajenas que estrenaba audazmente en Toledo, tampoco gustaban al “statu quo”. Sin embargo, sus puestas en escena tenían asegurado el éxito. El salón de actos de la planta baja del edificio de los Sindicatos verticales, se llenaba. Las obras que representaba traían aires de libertad, ideas nuevas, expresiones distintas, mundos libres más allá de la opresiva y anodina ciudad de Toledo. Y eso ocurría el escenario que nunca quiso abandonar.
Antonio no tenía un carácter sencillo, sino, digámoslo de forma suave, complejo. Creía ser mucho mejor que otros dramaturgos que conseguían éxitos en la escena nacional, pero carecía de las redes de relaciones que posibilitan estrenar en Madrid y a partir de ahí programar “bolos” en provincias. En aquella época, como ahora, para conseguir visibilidad en el teatro, poesía, novela o cualquier otra actividad cultural o se obtenía en Madrid o nada. Él prefería, no obstante, estrenar en su escenario particular, es decir, Toledo, así fastidiaba más al stablismen local.
Tocaba todos los palos de la escritura teatral, pero su Farsas Contemporáneas supusieron un triunfo arrollador en Toledo y en el resto de España. Destilaban un aroma de Valle-Inclán que las incardinaba en el mejor teatro moderno.
Y la gran proeza que acometió consistió en que los toledanos fueran al teatro, algo tan raro en aquellos tiempos como que leyeran libros o periódicos. La enfermedad, a pesar de sus esfuerzos, aún no se ha superado colectivamente. Creó un grupo de teatro con jóvenes dispuestos a actuar. Su rigor de director les impulsó a parecer profesionales sin abandonar su condición aficionado. No hacía concesiones al provincianismo que se acerca al teatro para exhibirse. Buscaba actores y no niños o niñas que encantarán a sus papás, abuelos, tíos y primos. Su rigor en la escena era “fordiano”. Sobre esas premisas levantó un grupo de teatro denominado Pigmalión, nombre de lo más apropiado. En la escena y en sus obras, él construía personas nuevas. Transformaba a gentes de provincia de una posguerra lúgubre en actores o espectadores luminosos.
En su autobiografía “El teatro conmigo”, escribía de sí mismo “soy un autor de teatro, dramaturgo, comediógrafo o como se quiera llamarme. Tengo más de cien obras escritas aunque, claro, está, no formo parte del parnaso de los elegidos…..la gente del teatro es olvidadiza". Sirva este escrito para fijar el recuerdo perenne al hombre que hizo de Toledo su escenario.