Pareciera que fue ayer, pero han pasado cincuenta años desde aquel 1971 en el que unos jóvenes toledanos se lanzaron a “revolucionar” la ciudad. Bueno, sí no “revolucionar”, sí, al menos, hacerla progresar. Querían romper con una vida que no les gustaba en una ciudad de provincias en la que la omnipresente catedral, los conventos e iglesias abundantes representaban la metáfora de una época que tenía varado en la nada al país. Para conseguirlo crearon un proyecto que se ha convertido, cincuenta años después, en un “viaje creativo”. Organizarían un grupo de pintores y escultores para que la evolución o la revolución de la ciudad y sus habitantes surgieran de la belleza y la estética. Y decidieron constituirse en grupo sin que el colectivo –eso debía quedar claro– anulara la individualidad de cada uno. Y le pusieron un nombre llamativo: Tolmo. De estos acontecimientos se cumplen ahora cincuenta años y nada más oportuno para recordar aquel movimiento que mezclar en el Museo del Greco las obras de éste con las de los integrantes de Tolmo. Un proyecto de la comisaria Mila Ortiz, basado en la idea de unir en un relato expositivo común y de contrastes las dos rupturas artísticas que se han producido en Toledo.
El Greco, cuando llegó a Toledo, acabó con la Edad Media e inauguró la modernidad en la que aún estamos. Los pintores y escultores de Tolmo proclamaron el final de un tiempo triste para iniciar una etapa de color, de conquista de la informalidad presagiada en las últimas pinturas del Greco. El Greco introdujo en Toledo valores compositivos nuevos, manejo del espacio, distribución de personajes, alteración de la realidad, colorido delirante y autoproyección del artista, como escribió el ruso Sergei Eisenstein. Los miembros de Tolmo incorporaron todas las vanguardias, más las composiciones telúricas de Alberto Sánchez, el hijo pródigo toledano, temática variada e independencia de normas y reglas. Ambos momentos rupturistas se pueden contemplar juntos en el Museo del Greco.
Los fundadores del grupo Tolmo y muchos de los que giraron en su órbita viven casi todos y no han parado de pintar o esculpir. Han pasado diferentes etapas creativas, según cambiaba la sociedad y cambiaban ellos. De tal manera que para comprender la dimensión compleja del proyecto llamado Tolmo deberíamos poderlo contemplar en un espacio expositivo más ambicioso y con una permanencia más allá de la descriptiva exposición en el Museo del Greco. O cualquier otra temporal que se pueda organizar. Se impone, una vez más, reclamar el imprescindible Museo de Arte Contemporáneo –que existió y desapareció– para poder calibrar el alcance sociológico de las obras de Tolmo y de cuantos siguieron la estela de ese proyecto artístico. Nunca, en ningún siglo anterior, ha tenido Toledo una actividad creadora tan numerosa y diversa.
Alguien desprejuiciado o ajeno a la historia local consideraría un despilfarro incomprensible no poder contemplar en sus diferentes fases la obra de unos creadores que, en el prometedor año de 1971, decidieron construir un proyecto transformador de la ciudad. Creían en el potencial del Greco como creían en el potencial de Alberto Sánchez. Y ellos se autoproclamaron sus sucesores naturales por el simple hecho de haber nacido y querer vivir en Toledo. La historia, la vida y el arte no habían terminado con el Greco, afortunadamente. Quedaban aún muchos siglos de viaje y mucha gente dispuesta a dar lo mejor de sí mismos. El motor más significado fue Tolmo. Y sucedió en la segunda mitad del siglo XX, aunque la historia no se ha detenido. Los hechos se pueden ocultar o falsear, pero siempre permanecerán a la espera de que alguien los reactive.