Pasaron los años en los que había que convertir al ciudadano en consumidor. Empresas, entidades financieras, comercios y administraciones públicas descubrían que había que tratar con mimo al ciudadano. En los bancos hasta te regalaban cosas, sin importancia, pero detalles. En las administraciones públicas se intentaba superar la tradición de indiferencia y distancia de la burocracia, que procedía del siglo XIX, cuando Larra escribió su artículo “Vuelva usted mañana”.
Aquellas escenas de la administración española había que superarlas con sistemas de gestión nuevos, orientados al ciudadano. Todo eran facilidades para el consumidor, colocado en el centro de atención. Es más, el consumidor siempre tenía razón. ¿Añoran algo así en estos días?
Durante los años noventa y parte de la primera década de los dos mil se hicieron ingentes inversiones, tanto públicas como privadas, para incrementar la calidad de las empresas y de gestión de sus productos. Se gastaron millones en formar a los trabajadores en conceptos de calidad. El objetivo central era conquistar al ciudadano y convertirlo en consumidor o cliente. Colocarlo en el centro de atención. En las administraciones públicas supuso muchos esfuerzos que las técnicas de gestión orientadas a la calidad y al ciudadano fueran aceptadas. Pero terminaron imponiéndose. Entre ellas, la atención sanitaria, laboral o tributaria.
Una de las medidas estrellas, entre otras, consistió en la petición de cita previa. Se pretendía que el ciudadano no tuviera que perder tiempo formando largas colas para resolver sus asuntos. Se personalizaba, además, la atención. Y así fue durante algún tiempo. Costó trabajo e inversiones tecnológicas, pero se consiguió. Lo mismo hicieron las empresas privadas, entre ellas los bancos. Las nóminas y otras gestiones se domiciliaban casi obligatoriamente. Incluso te asignaban un asistente personal con el que quedabas para resolver tus cuestiones monetarias. Una maravilla. Daba gusto ser consumidor, cliente o depositar tus ahorros en tal o cual entidad. Pero el idilio quebró de repente. Un virus, procedente de Wuhan, China, fue la excusa perfecta. La pandemia convirtió al consumidor, cliente, impositor o administrado en un individuo inerte e indefenso.
En los años dos mil los bancos promovieron fuerte concentraciones de entidades de crédito. Muchas se salvaron con dinero público. Los que quedaron consiguieron posiciones de dominio. La pandemia en los primeros meses metió a todo el mundo en sus casas. Una catástrofe como había ocurrido a lo largo de siglos con las epidemias. Sin embargo, poco a poco se iría imponiendo la teoría de que era preferible unos cuanto muertos más que el deterioro de la economía. Además, el virus hacía estragos entre los débiles sociales y los ancianos. Lo cual carece de relevancia. La vida es así, riesgo.
Las administraciones públicas se encerraron sobre sí mismas. Las citas previas se convirtieron en una frontera llena de silencios o alambradas con concertinas. Los teléfonos sonaban en los despachos o las consultas como música de fondo. Los bancos, ahora crecidos, aplicaron drásticas reducciones de personal. En su lugar colocaron maquinas o recomendaban la autogestión. Redujeron oficinas. Desaparecieron los clientes, los consumidores, los ciudadanos. Solo quedaban individuos desvalidos o maltratados.
Retornan las colas, las esperas, el vuelva usted mañana o, peor, el apáñeselas como pueda. Los bancos, mientras, incrementan sus beneficios. Las administraciones públicas, entre ellas la sanidad pública, se ha hecho más impersonal, ajena, distanciada. Y nada indica que se vaya a recuperar la gestión, orientada al consumidor, al cliente o al ciudadano. La banca, gana; las empresas, ganan; la actividad pública ha recuperado “el vuelva usted mañana. O mejor, en meses o años. El ciudadano, molesto usuario, pierde.