Despreciar al prójimo está mal, a indiferencia sería una actitud más prudente llegado el punto en que hubiéramos resuelto sobre su culpabilidad. Parece aventurado juzgar en plaza pública al prójimo con el argumento de que todos tenemos derecho a hablar y, efectivamente, la justicia dice que sí, que tenemos derecho a hablar siempre que lo que hablemos no lo perjudique. Es incluso a veces socialmente aplaudida la defensa a ultranza de la sociedad por parte de sus integrantes aún a costa de llevarse por delante reputaciones, pero claro, si tan inofensivo fuera este proceso no existiría la justicia con abogados que durante años se preparan para demostrar la inocencia o culpabilidad de un imputado.
Sin embargo, los legos en la materia nos permitimos a veces tachar de maltratador a quien ya ha sido absuelto previamente por un tribunal judicial o a un jugador de fútbol como racista amparándonos en las contundentes pruebas que presentan unos colaboradores televisivos ansiosos de lanzar las informaciones más impactantes con tal de liderar el ranking de audiencia, o a las declaraciones realizadas por la supuesta víctima de los insultos racistas a otro jugador y que en todo caso podrían ser una venganza personal utilizando el color de su piel como arma arrojadiza.
Lo que hace grande a la justicia es que llega, la mayor parte de las veces, para acertar, tanto al que recibe insultos o maltratos como a quien realiza falsas acusaciones.