Los otros sijenas y un Velázquez en Toledo
A estas alturas es muy posible que la inmensa mayoría de los ciudadanos sepa que existe un monasterio, en un pueblo oscense, al que se le han restituido 44 piezas, de enorme valor histórico artístico, por parte de un museo leridano adscrito a la Generalitat, y que la orden del precipitado traslado ha sido acordada por el ministro de Educación, Cultura y Deporte, don Iñigo Méndez de Vigo, en su condición de conseller en funciones, tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución en la comunidad autónoma de Catalunya. También se conocen imágenes de las obras de arte que hasta fecha reciente se exhibían en el Museu de Lleida, una entidad singular, gobernada por un consorcio en el que participan representantes de las instituciones que son propietarias de las obras exhibidas o que contribuyen de diversas formas a su gestión, mantenimiento y programación. Pues bien, entre el reducido núcleo gobernante del museo se encuentran el alcalde de la ciudad, el presidente de la Diputación, el consejero de Cultura, y, aquí viene lo relevante, el Obispo de Lleida, monseñor Salvador Giménez Valls; la razón no es otra que el museo tiene la condición, también, de Diocesano, e integra entre su patrimonio las pinturas, tapices o esculturas relevantes de la antigua diócesis de Lérida, y que comprendía pueblos de Aragón, entre ellos Villanueva de Sigena. Esa, y no el expolio del que se habla, es una de las razones de la presencia del valioso patrimonio de Sigena en Catalunya, además de la venta a la Generalitat de Catalunya perpetrada por la Superiora de las monjas sanjuanistas, residentes desde hace décadas en un pueblo de Barcelona, en los años ochenta y noventa del pasado siglo, con una primera venta en 1983 de tallas y pinturas de los siglos XV al XVIII, otra años después de puertas policromadas medievales, pinturas murales y documentos, y, por último, en 1994, otra operación de venta más imprecisa. Se calcula que recibieron en total unos 75 millones de las antiguas pesetas. Todo ello se hizo sin el conocimiento del Ministerio de Cultura de España, amparándose en una discutible autorización del Vaticano.
Es complicado hablar de estas cosas, en las que está la Iglesia por medio, sin que se le moteje a uno de anticlerical, pero los hechos son tozudos, todo ello sin perjuicio de que se opine, como es mi caso, que el lugar natural de las obras de arte, en este caso religioso, es aquel para el que fueron creadas por los artistas y artesanos. Dicho lo anterior, a mi juicio, se han perpetrado unas cuantas barbaridades en todo este pleito, y una de ellas, no menor, es la dudosa titularidad de los bienes reclamados, adscritos como parte indivisible del monasterio desde su declaración como monumento nacional en 1923. Pasamos casi de largo por el episodio del incendio acaecido durante la guerra civil, y que fue la circunstancia que propició el traslado a Lérida de las pinturas, tras un laborioso trabajo para arrancarlas de los muros, y así evitar su más que segura destrucción, al encontrarse el templo sin techumbre. Esta tarea estuvo dirigida por el arquitecto y gran autoridad en arte románico José Gudiol Ricart, y que actuaba al servicio de la Generalitat Catalana; este complicado proceso, con técnicas novedosas, recibió entonces y después grandes elogios por parte de expertos de varios países. Estas pinturas, como es conocido, no suponen la totalidad de los bienes artísticos del monasterio, pues antes y después de 1923 se han producido ventas a otras instituciones o particulares, por parte de las célebres monjitas.
De todo lo anterior, con visión desenfocada por los años transcurridos, se habla en la sentencia de cuyo cumplimiento tanto se jacta el gobierno. También, estimado lector, este singular documento judicial, se retrotrae, como si de un episodio del Ministerio del Tiempo se tratase, al proceso de la desamortización de Mendizábal, un hecho histórico acaecido allá por 1836. Precisamente, uno de los flancos más dudosos es el de la legitimidad de las reclamantes, unas religiosas que vendieron lo que ahora reclaman, pues el gobierno aragonés del señor Lamban -aquel de “los dioses del socialismo y la política cubren a Susana Díaz con un poderoso manto”-, resulta que ha actuado, como antes lo hizo el ejecutivo de Luisa Fernanda Rudi, con una cesión de derechos procesales, no como propietario, por parte de la superiora de las monjas reclamantes. Es muy posible que, de verificarse en una instancia europea, una prueba pericial histórica, que no se ha practicado, se llegaría a la conclusión de que los bienes devueltos, y también el Monasterio, pertenecen al Estado y no a la Iglesia, y que las religiosas sólo son ocupantes del Monasterio, sin título de propiedad legítimo. Llama la atención que no exista reproche para las operaciones mercantiles, de venta de bienes del monasterio, presuntamente datadas antes de la declaración de monumento nacional de 1923.
Otras paradojas de este procedimiento judicial son, de un lado, que se haya sustanciado en la jurisdicción civil, y no en la contencioso-administrativa, al tratarse de una reclamación ante una entidad del Estado, y de otro, que no se haya planteado por la Abogacía del Estado el principio nemo potest contra propium actum venire. Perdón por el latinajo, pero es así como se utiliza en sentencias y resoluciones judiciales, al referirse a la obviedad de que nadie puede ir contra sus propios actos; es decir, si las monjas vendieron, con o sin capacidad para hacerlo, no pueden ahora convertirse en parte reclamante, y más cuando han transcurrido tantos años de posesión pacífica de unos bienes, vale decir la usucapio, otra herencia del Derecho Romano. Expertos civilistas como Díez Picazo han escrito mucho al respecto, en el sentido de que no se puede destruir, con esta fraudulenta conducta -la de ir contra los propios actos-, el negocio jurídico que uno ha celebrado. Estas y otras muchas contradicciones existen en este asunto, utilizado de forma irresponsable, por unos y otros, al calor de una campaña electoral.
Y ahora vamos con nuestros sijenas, y no me refiero a las dos tablas -de 34- también del Retablo Mayor del monasterio, que se encuentran en el toledano Museo de Santa Cruz, si no a una valiosísima pintura de Velázquez que salió de Toledo, y que en la actualidad se exhibe en el Museo del Prado. Se ha comentado, en fechas recientes, que el Monasterio de Sijena podría ser, de no haberse vendido tantas y tantas pinturas y tallas, uno de los museos más importantes de España, ¿Qué se podría decir de Toledo, a poco que hurguemos en la triste historia de un expolio de siglos?
En distintas épocas también salieron de la ciudad levítica un número indeterminado de cuadros de El Greco, si bien las pinturas del cretense no se quedaron en España y la mayoría acabaron en colecciones privadas de ricachones norteamericanos, tal y como denunciaba el escritor Félix Urabayen en sus novelas.
La noticia del Velázquez toledano, quiero decir un recorte de prensa, reencontrado ahora en mi archivo, da cuenta de una operación policial allá por mayo de 1931, en la que se realizó un registro en una casa particular de Madrid, encontrándose en la misma un cuadro firmado por Diego Velázquez en 1620, y que representa a la madre Jerónima Yáñez de la Fuente, una superiora del convento toledano de Santa Isabel de origen noble. Todos los periódicos nacionales de los días 24 y 25 de mayo de 1931 se hacían eco de una investigación llevada a cabo por el comisario madrileño don Pedro Aparicio, tras una denuncia procedente de Toledo, que alertaba a las autoridades del “traslado” a la capital de España de cuadros y otros tesoros procedentes del Real Monasterio de religiosas clarisas de Santa Isabel de los Reyes, más conocido como Convento de Santa Isabel. Las joyas artísticas se encontraban en un piso de la calle Martín de los Heros, domicilio de un ciudadano llamado Segundo Cuervo, y consistían en el citado Velázquez, una copia muy buena del mismo, así como tapices y una arqueta que contenía diversas reliquias y objetos de culto valiosos. El titular coincidía en casi todos los diarios: “Se descubre un velázquez valorado en dos millones de pesetas”. El “depositario”, cuya esposa era sobrina de la superiora de las monjas, declaró que tenía el cuadro y las joyas de modo provisional, y que le había sido confiada su custodia en fecha reciente, por “temor de que el convento fuese asaltado o quemado por las turbas con motivo del advenimiento de la República”. El cuadro fue depositado en el Museo del Prado y tiempo después regresó a Toledo, si bien con advertencias severas a la superiora, por parte de las autoridades republicanas, de que no podía disponer del patrimonio del monasterio. En el momento de ocurrir los hechos el gobernador civil de la provincia era José María Semprún Gurrea, padre del escritor Jorge Semprún y vinculado al grupo católico de José Bergamín. Días después, el 4 de junio de 1931, la Gaceta (actual BOE) publicaba un largo decreto del Ministerio de Instrucción Pública, firmado por Marcelino Domingo, en el que se declaraban Monumentos histórico-artísticos, como tales pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional, unos mil bienes a proteger, y se incluía catedrales, monasterios, mezquitas, iglesias, castillos, e incluso parajes despoblados de singular belleza. Como era previsible, la relación de los monumentos toledanos incluía el Convento de Santa Isabel. Dado el escaso tiempo transcurrido entre un hecho y otro, la salida del valioso cuadro de Toledo y la publicación del Decreto, no hay que ser muy avezado para pensar que las monjas actuaron a sabiendas, gracias a algún informante, y con la pretensión de que no se les prohibiera después la enajenación del valioso lienzo.
Con motivo de hacerse famoso el cuadro, por la noticia de su sospechosa salida de Toledo, se publicaron artículos contando la historia del óleo, y de cómo la religiosa había conocido a Diego Velázquez. Fue con motivo de un viaje a Sevilla de Sor Jerónima, para trasladarse a Filipinas a fundar una misión, y que llegó tarde, cuando el barco ya había zarpado, por lo que tuvo que quedarse en la ciudad andaluza durante un mes, hasta la partida del siguiente navío; por entonces trabó relación con el pintor y le encargó la realización del retrato, de cuerpo entero, y destinado al propio Convento, para que su presencia no desapareciera de la comunidad religiosa. El cuadro, maravillosamente restaurado en la actualidad, está considerado uno de los mejores retratos de la historia de la pintura española.
Lo cierto es que las verdaderas intenciones de las monjas quedaron de manifiesto una vez acabada la guerra civil, al llevarse a cabo la venta del cuadro velazqueño, no sin dificultades, como la de la oposición del cardenal primado, Enrique Pla y Daniel. Las gestiones para que se realizase la adquisición del cuadro, por parte del Museo del Prado, las llevó personalmente la Abadesa, Sor Encarnación Heredero, que se quejaba en sus cartas al director de la pinacoteca de la lentitud del procedimiento, y exponía la lamentable situación del convento, con humedades y deficiencias. Otro interlocutor para la operación fue el Marqués de Lozoya, mandamás durante muchos años de todo lo relativo al arte y patrimonio histórico español, primero como director general de Bellas Artes, y después como sempiterno director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El marqués negoció a la baja, aprovechándose de las angustias económicas del convento de Santa Isabel, y, tras las tasaciones pertinentes, se firmó un contrato por importe de 250.000 pesetas, muy lejos de la tasación de dos millones de pesetas de los años treinta. Eso sí, en el documento se hacía cargo el Estado de una serie de obras necesarias para el mantenimiento del magnífico monasterio; lo cierto es que la lentitud en la realización de las mismas fue exasperante, no iniciándose hasta 1944, en el contexto de una derrama para varios conventos más, en los que debían de acometerse también obras perentorias. El importe entonces fue de 10.000 pesetas para reparar daños de urgente reparación. Algo superior fue la obra de 1946, en tejados, solerías, patio de la enfermería y balaustradas de madera, por importe de 46.736,68 pesetas. Las obras más visibles no se acometieron hasta 1956, en este caso por poco más de 100.000. pesetas. Todas las actuaciones fueron dirigidas por el conocido arquitecto José Manuel González Valcárcel.
Lo cierto es que la operación de venta del cuadro no se culminó hasta 1944, tras demandar Sor Encarnación la intervención del Nuncio del Vaticano y del propio Franco para convencer al cardenal primado: “Es cosa extraña que entre el Señor Nuncio y Vds. no puedan convencer al Señor Arzobispo. ¿Y tomando parte el Caudillo y diciendo al Señor Arzobispo que lo quieren para el Estado, y que la Comunidad está muy conforme en ese precio?”.
En fin, querido lector, esta es la pequeña historia del Velázquez que teníamos en Toledo, y del polémico asunto de Sigena, que, ojalá me equivoque, presagia un futuro de confrontaciones judiciales por situaciones semejantes a lo largo y ancho de España. Es por ello que no encuentro motivos para secundar las alegrías que se han producido, tras la resolución del pleito Aragón-Catalunya, por los tesoros del Real Monasterio de Santa María de Sigena, o Sijena, que de ambas formas se puede escribirse sin falta.