Iván Redondo le ha ganado las elecciones a Mariano Rajoy. Mucho se ha escrito sobre la fragilidad ideológica de Pedro Sánchez, su escasa formación y su poca empatía, pero nada de eso tiene más peso, en este tiempo de política exprés y democracia sentimental, que el calculado juego de los afectos y los tiempos. Y ahí, en ese paradigma nuevo, es donde el estratega jefe del presidente ha sabido jugar sus cartas. Por supuesto, a ello hay que sumar la inestimable colaboración del expresidente Rajoy y de sus expresidenta Sáez de Santamaría, artífices del derrumbe ideológico del PP y de su inevitable disgregación, en Ciudadanos por la parte nacional y en Vox por la moral.
El PSOE siempre ha cimentado sus grandes victorias en la traslación al ciudadano de que representa al ciudadano español medio. “El PSOE es el partido que más se parece a los españoles”, dijo en su día Rodríguez Zapatero. Podrá argumentarse que este PSOE de Sánchez llegó al poder de la mano de partidos naturalmente radicales; y será un argumento cierto. Tan cierto como, a la vista está, inútil. Porque una cosa es lo real y otra la apariencia de lo real. Y aquí, en este mundo de construcción de la realidad, Iván Redondo ha conseguido lo imposible: presentar a Sánchez como el único garante de la estabilidad en un escenario dominado por el extremismo separatista y la extrema derecha. Es un esquema del todo falso, pero su apariencia de realidad ha bastado para cimentar la victoria socialista. De esta manera, Sánchez ha conseguido convencer tanto al español del interior, el de la llamada España vacía, como al periférico. Los datos de voto socialista en Cataluña son espectaculares, pero no lo son menos en Andalucía, las dos Castillas o Madrid.
Y, por otro lado, a esa construcción publicitaria de la realidad, el PSOE le ha sumado la disgregación del voto de la derecha. Pero, aunque es evidente que Casado no ha encontrado el tono en la campaña, sería absolutamente injusto achacar la razón del descalabro electoral a su brevísima etapa al frente del partido. Mariano Rajoy acumuló algunos aciertos en la gestión puntual de problemas –económicos, sobre todo-, pero desatendió a su electorado, encerró a España en una ecuación económica y, finalmente, se encerró en un restaurante mientras un bolso ocupaba su escaño del Congreso. Pudo dimitir y convocar elecciones, pero no lo hizo. Y esa decisión le acompañará para siempre. A Rajoy las ideas, en su sentido más estricto, le daban igual. Ciudadanos y Vox han ocupado ese espacio. Y la derecha, aunque con mayor número de votos, ha acabo precipitando su derrota.
Ahora bien, el gran problema no es que la derecha haya perdido las elecciones o que el PSOE haya acertado con la estrategia. Lo que debe dolernos es España y su futuro. Y eso no se vota en unas elecciones. España solo puede ganar.